Había una vez un hombre que vestía harapos sucios,
desgarrados… por las mañanas se sentaba en la misma
banca, siempre del mismo parque, jamás interactuaba
con nadie, en muchas ocasiones se quedaba estático,
le abandonaba todo el movimiento, tal como sucede con
el espectro autista.
Por las tardes se le veía entretenido recogiendo papeles,
bastaba un leve vistazo para darse cuenta de que la realidad
se le había perdido, se le había escapado de las manos desde
hace mucho tiempo, o al menos, eso aparentaba
para la sociedad prejuiciosa
y testaruda en la que se
sumergía día con día.
Por las noches, la
oscuridad y el misticismo
de la luna le cobijaban,
protegiéndolo, al grado de
hacerle invisible. Justo en
esos instantes en el que las
estrellas brillaban en lo más
alto del universo, ponía frente
de sí la recolecta del día, que
por lo general consistía en
periódicos, notas de venta
y de consumo, pedazos de
cartas destrozadas, en fin,
él no era exigente cuando
buscaba papeles, el único
requisito respondía a la imperiosa
necesidad de encontrar letras y
números plasmadas en ellos.

Cabe mencionar que el hombre al que me refiero, tenía
cerca de mil años, pero su apariencia física no lo denotaba, su
andar era derecho, su cutis tan reseco como el de una página,
pero lo más cautivante de él, era su olor, olía a libro viejo.
Su muerte fue y sigue siendo un misterio, un acto
sobrenatural que ni las ciencias modernas han podido
descifrar, basta con decir que su esencia se elevó al nivel
del edificio más alto de aquella época y explotó, regalándole al
mundo la trascendencia del espectáculo más sorprendente de
colores brillantes que podrá existir
jamás: la aurora boreal.
La materia de aquel hombre, es
decir, su cuerpo, aquel recipiente
de su grandeza, fue encontrado
al día siguiente rodeado de las
flores más bellas, mismas que se
extinguieron para siempre cuando
los médicos se lo llevaron para
practicarle la necropsia.
Incluso después de su
muerte el hombre estaba lleno
de sorpresas, basto con abrir
con un bisturí su torso para
que salieran de él miles de
letras que se iban ordenando
en forma de libros, bastaron 6
días para vaciar su contenido
y al séptimo aquel hombre
descansó eternamente al
saber que su contribución a
este mundo, se cumplía.
Ese hombre en retórica
famélico, albergaba
dentro de sí, todos los
conocimientos de las
ciencias exactas y las
ingenierías, de las
ciencias sociales y la biología, y de todo aquello
relacionado con el arte, la cultura, la medicina y la astronomía,
incluso hoy en día hay libros que aquel hombre engendró,
que siguen ocultos de la luz pública, porque se dicen, son
tan adelantados a su época que podríamos satanizarlos en
vez de otorgar el valor justo que se merecen.
Al final los libros no tuvieron cabida en el hospital, eran
demasiados que bloqueaban los pasillos, de tal forma que
se construyeron almacenes por todo el mundo, ahora mejor
conocidos como bibliotecas.
Y aquellos árboles que sembró el hombre, por las
noches se convierten en escritores, que tienen por legado
engrandecer la misión de su creador.
Comentarios: laura.esle@hotmail.com
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