Como consecuencia del capricho de alguien superior, fue arrojada la
simiente de 2 seres vivos diferentes en un lienzo blanco, como resultado
del big bang se obtuvieron 2 semillas desiguales en color, en forma y
en tamaño. Una de esas semillas era introvertida, mientras que esperaba
tranquila su desarrollo, analizaba todo a su alrededor, de tal forma que
adquirió la habilidad del mejor psicoanalista, era inteligente,
mesurada, agradable… un ser espiritual.
La otra semilla en
cambio, se mostró extrovertida, sociable, jovial, desarrolló la
capacidad de observar y escuchar, fue ella, con su gran corazón
aventurero la que emprendió la hazaña inolvidable de entablar
conversación con la semilla verde, porque si ya he dicho antes que no
eran semejantes, que más da, decir que una era color rojo y otra de
color verde.
La semilla verde se hundió un poco en la tierra, al
paso de algunas semanas empezó a germinar, asomó tímidamente sus
pequeñas ramas, sintió el aire fresco y vislumbró a la otra semilla,
moviéndose, rompiéndose desde adentro, primero vio una pluma, luego un
ala, al final un pequeño pero hermoso pájaro rojo emergió de aquel
cascarón.
Del crecimiento de esas dos semillas surgió algo
inimaginable, surreal: amor a primera vista. Desde el momento justo en
que el árbol y el petirrojo se miraron, se reconocieron uno en el otro,
pasaron una, dos y hasta tres primaveras juntos, todo parecía perfecto,
ya que aquel lienzo blanco en el que nacieron, gradualmente se fue
convirtiendo en un paraíso lleno de colores que aún los artistas hoy en
día no han podido igualar, ya que cuando uno se enamora cualquier
arcoíris luce pálido en comparación con los colores que crea la
imaginación.
Como en cualquier otra relación que inicia, el árbol
y el petirrojo, atravesaron por las diversas fases del amor. Al
principio, durante el cortejo, el árbol deslumbraba al petirrojo dejando
que su esencia, su olor, se esparciera por todo el ambiente. Mientras
tanto el petirrojo extendía sus alas y volaba a su alrededor. Durante el
enamoramiento ambos se aceptaban las virtudes y con mayor razón los
defectos, no podían pensar en nada ni en nadie más, vivían en función de
sí mismos. Justo cuando llegaron al compromiso, eran un dúo sólido, cualquiera que los veía
podría suspirar celosamente por esa cualidad de invencibilidad que
proyectaban.
Cuando el amor maduró, cada uno de ellos observó que por
sobre todas las cosas eran seres individuales y que necesitaban darse
espacio, por un lado, el petirrojo quería volar más allá de aquel lienzo
multicolor, el árbol quería florecer, para ser feliz al árbol le
bastaba con que el petirrojo extrajera néctar de su piel y la esparciera
por doquier, pero el petirrojo que cada vez volaba un centímetro más
alto, alcanzó a visualizar lo que había más allá de aquel mundo pequeño y
se maravilló al grado de pedirle al árbol que le acompañara.
Estaba
claro que las diferencias que empezaron por unirles, ahora suponían
dificultades, ahora esa característica que al principio enamoraba, ya
resultaba detestable, empezaron a pelear por cualquier cosa, por todo.
El petirrojo le reclamaba al árbol su pasividad, su estática, su
tranquilidad, su falta profunda del sentido de la aventura, el árbol
hacía lo propio estando en contra de tanto revoloteo del petirrojo, de
tantos sueños de grandeza.
Al final, ambos entendieron a base de dolor, que no podían seguir juntos, después de todo, no eran “el uno para el otro”…
Cuando
caía el último atardecer del año, el petirrojo se acercó al árbol y en
silencio, con lágrimas en los ojos, le besó de tal manera que su reflejo
quedó grabado en el tronco y sin más alzó el vuelo, voló lejos, muy
arriba, sin mirar atrás, porque sabía que si lo hacía no sería capaz de
cruzar esa línea, en la que el dolor se convertiría en libertad.
Por
su parte el árbol creció, nunca hacía los lados, siempre hacia arriba,
muy alto, con la única e irrefutable esperanza de alcanzar a vislumbrar
el mundo que el petirrojo le quiso mostrar.
Se dice que el
petirrojo cruza montañas, ríos, océanos, vive pleno, añorando de vez en
cuando los recuerdos, su vida junto al árbol; al tanto, éste se enseñó a
dar frutos rojos, como muestra leal e incondicional del único amor que
conocerá.
En ocasiones es necesario abandonar los espejismos y
ser uno mismo, porque “Cuando alguien sabe hacia donde va, el mundo
entero se abre para darle paso”.
Comentarios: laura.esle@hotmail.com
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