sábado, enero 12, 2013

El árbol y el petirrojo

Como consecuencia del capricho de alguien superior, fue arrojada la simiente de 2 seres vivos diferentes en un lienzo blanco, como resultado del big bang se obtuvieron 2 semillas desiguales en color, en forma y en tamaño. Una de esas semillas era introvertida, mientras que esperaba tranquila su desarrollo, analizaba todo a su alrededor, de tal forma que adquirió la habilidad del mejor psicoanalista, era inteligente, mesurada, agradable… un ser espiritual. 
La otra semilla en cambio, se mostró extrovertida, sociable, jovial, desarrolló la capacidad de observar y escuchar, fue ella, con su gran corazón aventurero la que emprendió la hazaña inolvidable de entablar conversación con la semilla verde, porque si ya he dicho antes que no eran semejantes, que más da, decir que una era color rojo y otra de color verde. 
La semilla verde se hundió un poco en la tierra, al paso de algunas semanas empezó a germinar, asomó tímidamente sus pequeñas ramas, sintió el aire fresco y vislumbró a la otra semilla, moviéndose, rompiéndose desde adentro, primero vio una pluma, luego un ala, al final un pequeño pero hermoso pájaro rojo emergió de aquel cascarón. 
Del crecimiento de esas dos semillas surgió algo inimaginable, surreal: amor a primera vista. Desde el momento justo en que el árbol y el petirrojo se miraron, se reconocieron uno en el otro, pasaron una, dos y hasta tres primaveras juntos, todo parecía perfecto, ya que aquel lienzo blanco en el que nacieron, gradualmente se fue convirtiendo en un paraíso lleno de colores que aún los artistas hoy en día no han podido igualar, ya que cuando uno se enamora cualquier arcoíris luce pálido en comparación con los colores que crea la imaginación. 
Como en cualquier otra relación que inicia, el árbol y el petirrojo, atravesaron por las diversas fases del amor. Al principio, durante el cortejo, el árbol deslumbraba al petirrojo dejando que su esencia, su olor, se esparciera por todo el ambiente. Mientras tanto el petirrojo extendía sus alas y volaba a su alrededor. Durante el enamoramiento ambos se aceptaban las virtudes y con mayor razón los defectos, no podían pensar en nada ni en nadie más, vivían en función de sí mismos. Justo cuando llegaron al compromiso, eran un dúo sólido, cualquiera que los veía podría suspirar celosamente por esa cualidad de invencibilidad que proyectaban. 
Cuando el amor maduró, cada uno de ellos observó que por sobre todas las cosas eran seres individuales y que necesitaban darse espacio, por un lado, el petirrojo quería volar más allá de aquel lienzo multicolor, el árbol quería florecer, para ser feliz al árbol le bastaba con que el petirrojo extrajera néctar de su piel y la esparciera por doquier, pero el petirrojo que cada vez volaba un centímetro más alto, alcanzó a visualizar lo que había más allá de aquel mundo pequeño y se maravilló al grado de pedirle al árbol que le acompañara. 
Estaba claro que las diferencias que empezaron por unirles, ahora suponían dificultades, ahora esa característica que al principio enamoraba, ya resultaba detestable, empezaron a pelear por cualquier cosa, por todo. El petirrojo le reclamaba al árbol su pasividad, su estática, su tranquilidad, su falta profunda del sentido de la aventura, el árbol hacía lo propio estando en contra de tanto revoloteo del petirrojo, de tantos sueños de grandeza. 
Al final, ambos entendieron a base de dolor, que no podían seguir juntos, después de todo, no eran “el uno para el otro”… 
Cuando caía el último atardecer del año, el petirrojo se acercó al árbol y en silencio, con lágrimas en los ojos, le besó de tal manera que su reflejo quedó grabado en el tronco y sin más alzó el vuelo, voló lejos, muy arriba, sin mirar atrás, porque sabía que si lo hacía no sería capaz de cruzar esa línea, en la que el dolor se convertiría en libertad. 
Por su parte el árbol creció, nunca hacía los lados, siempre hacia arriba, muy alto, con la única e irrefutable esperanza de alcanzar a vislumbrar el mundo que el petirrojo le quiso mostrar. 
Se dice que el petirrojo cruza montañas, ríos, océanos, vive pleno, añorando de vez en cuando los recuerdos, su vida junto al árbol; al tanto, éste se enseñó a dar frutos rojos, como muestra leal e incondicional del único amor que conocerá. 
En ocasiones es necesario abandonar los espejismos y ser uno mismo, porque “Cuando alguien sabe hacia donde va, el mundo entero se abre para darle paso”. 
Comentarios: laura.esle@hotmail.com

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