Leyenda de la epoca colonial
Muchas de las calles, puentes y callejones de la capital
de la Nueva España tomaron sus nombres debido a sucesos
ocurridos en las mismas, a los templos o conventos que en
ellas se establecieron o por haber vivido y tenido sus casas
personajes y caballeros famosos, capitanes y gentes de
alcurnia. La calle de La Quemada, que hoy lleva el nombre
de 5a. Calle de Jesús María y según nos cuenta esta
dramática leyenda, tomó precisamente ese nombre en virtud
a lo que ocurrió a mediados del Siglo XVI.
Cuéntase que en esos días regía los destinos de la
Nueva España don Luis de Velasco, (después fue virrey
su hijo del mismo nombre, 40 años más tarde), que vino
a reemplazar al virrey don Antonio de Mendoza enviado al
Perú con el mismo cargo. Por esa misma fecha vivían en
una amplia y bien fabricada casona don Gonzalo Espinosa
de Guevara con su hija Beatriz, ambos españoles llegados
de la Villa de Illescas, trayendo gran fortuna que el caballero
hispano acrecentó aquí con negocios, minas y encomiendas.
Y dícese en viejas crónicas desleídas por los siglos, que si
grande era la riqueza de don Gonzalo, mucho mayor era
la hermosura de su hija. Veinte años de edad, cuerpo de
graciosas formas, ojos glaucos, rostro hermoso y de una
blancura de azucena, enmarcado en abundante y sedosa
cabellera bruna que le caía por los hombros y formaba una
cascada hasta la espalda de fi na curvatura.
Asegurábase en ese entonces que su grandiosa
hermosura corría pareja con su alma toda bondad y toda
dulzura, pues gustaba de amparar a los enfermos, curar a
los apestados y socorrer a los humildes por los cuales llegó
a despojarse de sus valiosas joyas en plena calle, para
dejarlas en esas manos temblorosas y cloróticas.
Con todas estas cualidades, de belleza, alma generosa
y noble cuna a lo cual se sumaba la inmensa fortuna de
su padre, lógico es pensar que no le faltaron galanes que
comenzaron a requerirla en amores para posteriormente
solicitarla como esposa. Muchos caballeros y nobles
galanes desfi laron ante la casa de doña Beatriz, sin que esta
aceptara a ninguno de ellos, por más que todos ellos eran
buenos partidos para efectuar un ventajoso matrimonio.
Por fi n llegó aquel caballero a quien el destino le había
deparado como esposo, en la persona de don Martín de
Scópoli, Marqués de Piamonte y Franteschelo, apuesto
caballero italiano que se prendó de inmediato de la hispana y
comenzó a amarla no con tiento y discreción, sino con abierta
locura.Y fue tal el enamoramiento del marqués de Piamonte,
que plantado en mitad de la calleja en donde estaba la casa
de doña Beatríz o cerca del convento de Jesús María, se
oponía al paso de cualquier caballero que tratara de transitar
cerca de la casa de su amada. Por este motivo no faltaron
altivos caballeros
que contestaron
con hombría la
impertinencia del
italiano, saliendo a
relucir las espadas.
Muchas veces bajo
la luz de la luna
y frente al balcón
de doña Beatriz,
se cruzaron los
aceros del Marqués
de Piamonte y los
demás enamorados,
habiendo resultado
vencedor el
italiano.
Al amanecer,
cuando pasaba la ronda por esa calle, siempre hallaba a un
caballero muerto, herido o agonizante a causa de las heridas
que produjera la hoja toledana del señor de Piamonte. Así,
uno tras otro iban cayendo los posibles esposos de la
hermosa dama de la Villa de Illescas.
Doña Beatriz, que amaba ya intensamente a don Martín,
por su presencia y galanura, por las frases ardientes de
amor que le había dirigido y las esquelas respetuosas que le
hizo llegar por manos y conducto de su ama, supo lo de tanta
sangre corrida por su culpa y se llenó de pena y de angustia
y de dolor por los hombres muertos y por la conducta celosa
que observaba el de Piamonte.Una noche, después de rezar
ante la imagen de Santa Lucía, vírgen mártir que se sacó
los ojos, tomó una terrible decisión tendiente a lograr que
don Martín de Scúpoli marqués de Piamonte y Franteschelo
dejara de amarla para siempre.
Al dia siguiente, después de arreglar ciertos asuntos
que no quiso dejar pendientes, como su ayuda a los
pobres y medicinas y alimentos que debían entregarse
periódicamente a los pobres y conventos, despidió a toda la
servidumbre, después de ver que su padre salía con rumbo
a la Casa del Factor.
LLevó hasta su alcoba un brasero, colocó carbón y le
puso fuego. Las brasas pronto reverberaron en la estancia,
el calor en el anafre se hizo intenso y entonces, sin dejar de
invocar a Santa Lucía y pronunciando entre lloros el nombre
de don Martín, se puso de rodillas y clavó con decisión, su
hermoso rostro sobre el brasero.
Crepitaron las brasas, un olor a carne quemada se
esparció por la alcoba antes olorosa a jazmín y almendras
y después de unos minutos, doña Beatriz pegó un grito
espantoso y cayó desmayada junto al anafre.
Quiso Dios y la suerte que acertara a pasar por allí el fraile mercedario Fray Marcos de Jesús y Gracia, quien por ser confesor de doña Beatriz entró corriendo a la casona después de escuchar el grito tan agudo y doloroso. Encontró a doña Beatriz aún en el piso, la levantó con gran cuidado y quiso colocarle hierbas y vinagre sobre el rostro quemado, al mismo tiempo que le preguntaba qué le había ocurrido.
Y doña Beatriz que no mentía y menos a Fray Marcos de
Jesús y Gracia que era su confesor, le explicó los motivos
que tuvo para llevar al cabo tan horrendo castigo. Terminando
por decirle al mercedario
que esperaba que ya con
el rostro horrible, don
Martín el de Piamonte no
la celaría, dejar&iacuta;
de amarla y los duelos en
la calleja terminarían para
siempre.
El religioso fue en busca
de don Martín y le explicó
lo sucedido, esperando
también que la reacción del
italiano fuera en el sentido
en que doña Beatriz había
pensado, pero no fue así.
El caballero italiano se fue
de prisa a la casa de doña
Beatriz su amada, a quien
halló sentada en un sillón
sobre un cojín de terciopelo
carmesí, su rostro cubierto con un velo negro que ya estaba
manchado de sangre y carne negra.
Con sumo cuidado le descubrió el rostro a su amada
y al hacerlo no retrocedió horrorizado, se quedó atónito,
apenado, mirando la cara hermosa y blanca de doña
Beatriz, horriblemente quemada. Bajo sus antes arqueadas
y pobladas cejas, había dos agujeros con los párpados
chamuscados, sus mejillas sonrosadas, eran cráteres
abiertos por donde escurría sanguaza y los labios antes
bellos, carnosos, dignos de un beso apasionado, eran una
rendija que formaban una mueca horrible.
Con este sacrifi cio, doña Beatriz pensó que don Martín
iba a rechazarla, a despreciarla como esposa, pero no fue
así. El marqués de Piamonte se arrodilló ante ella y le dijo
con frases en las que campeaba la ternura:
-Ah, doña Beatriz, yo os amo no por vuestra belleza
física, sino por vuestras cualidades morales, sóis buena y
generosa, sóis noble y vuestra alma es grande...
El llanto cortó estas palabras y ambos lloraron de amor y
de ternura.
-En cuanto regrese
vuestro padre, os pediré
para esposa, si es que
vos me amáis. Terminó
diciendo el caballero.
La boda de doña
Beatriz y el marqués de
Piamonte se celebró en
el templo de La Profesa y
fue el acontecimiento más
sensacional de aquellos
tiempos. Don Gonzalo de
Espinosa y Guevara gastó
gran fortuna en los festejos
y por su parte el marqués
de Piamonte regaló a la
novia vestidos, alhajas y
mobiliario traídos desde
Italia.
Claro está que doña
Beatriz al llegar ante el altar se cubría el rostro con un tupido
velo blanco, para evitar la insana curiosidad de la gente
y cada vez que salía a la calle, sola al cercano templo a
escuchar misa o acompañada del esposo, lo hacía con el
rostro cubierto por un velo negro.
A partir de entonces, la calle se llamó Calle de la Quemada,
en memoria de este acontecimiento que ya en cuento o en
leyenda, han repetido varios autores, siendo estos datos los
auténticos y que obran en polvosos documentos.
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