Por Denise Dresser
Lunes 7 de enero de 2013
Decía Benjamín Franklin que sólo hay dos certezas con
las que el hombre puede contar: la muerte y los impuestos.
Pues en México es más probable fallecer que pagar
impuestos; es más predecible evadir al fisco que cumplir
las obligaciones que se tienen con él. Aquí impera un
equilibrio fiscal ineficaz, precario e injusto. Aquí el Estado
recauda poco y gasta mal. Aquí se gasta más de lo que se
obtiene y el resto se cubre con la renta petrolera. Y además
existen amplios espacios para la corrupción para quienes
están conectados con el poder. Somos un país de lagunas y
huecos y privilegios y evasiones. Somos un país rico con un
Estado pobre.
Como lo explica Carlos Elizondo en su nuevo libro, Con
dinero y sin dinero, tenemos un Estado frágil con una baja
capacidad recaudatoria. Tenemos un Estado ineficiente con
una baja capacidad para hacer que se cumpla la ley. El
Estado quiere cobrar y no puede. Necesita recaudar y no
logra hacerlo. Pero al mismo tiempo gasta mucho y de mala
manera. Desviando recursos y politizándolos. Beneficiando
a ciertos grupos y premiándolos. Los burócratas y los líderes
sindicales y los oligarcas empresariales y los dirigentes
políticos se benefician de un equilibrio inequitativo pero
autosustentable. Un equilibrio perverso pero autoperpetuable.
Y lo que ha permitido la prolongación de este pacto precario
ha sido el petróleo. Lo que ha financiado la brecha entre
ingreso estatal y gasto público ha sido su venta. El petróleo
subsidia, el petróleo compra tiempo, el petróleo hace posible
el statu quo.
Nuestro pacto fiscal -el “contrato” entre ciudadanos y
gobierno que especifica quién paga y cómo se gasta lo
cobrado- es un pacto de una sociedad desigual. Unos
no pagan impuestos mientras que otros no alcanzan su
potencial por los malos servicios públicos que el Estado
pobre provee. Unos se apropian de la riqueza mientras otros
no tienen acceso a ella. Unos doblan la ley mientras otros
padecen su inexistencia. Unos se aprovechan de la renta
petrolera para no aumentar los impuestos mientras otros han
visto cómo una burocracia privilegiada se la ha comido. Unos
se aprovechan de los agujeros en la ley tributaria, mientras
otros son víctimas de su aplicación selectiva.
Los impuestos financian la modernidad, y por ello México
no logra alcanzarla. Los impuestos financian la prosperidad
y por ello parece tan distante. En nuestro país los servicios
públicos son pobres e insuficientes. Escuelas públicas con malas instalaciones y malos maestros. Policías mal pagados
y mal entrenados. Infraestructura pública exigua y de baja
calidad. Territorios dominados por la violencia que el Estado
no logra controlar. Todos estos, problemas producidos
por nuestro pésimo pacto fiscal. Por unos impuestos
insuficientemente recaudados, por un gasto ineficientemente
asignado, por unos recursos públicos lamentablemente
distribuidos. Por un Estado que no tiene la legitimidad para
exigir más cuando gasta tan mal.
De allí que la respuesta no reside en tan sólo aumentar la
recaudación, como muchos piensan. De allí que la solución
no se encuentra tan sólo en extender el IVA a medicinas
y alimentos, como muchos sugieren. Sin un buen gasto
público no hay argumentos convincentes para incrementar
los impuestos y no tiene sentido hacerlo. Sin una verdadera
rendición de cuentas sobre cómo se usa cada peso adicional,
no habrá manera de exigir a los mexicanos que paguen.
Porque el dinero extra que traería consigo la reforma fiscal
contemplada y cacareada se puede gastar mal. De allí la
urgencia de romper el pacto prevaleciente, basado en pocos
impuestos, mal gasto y abuso de la renta petrolera.
Y ello requeriría racionalizar el gasto antes que insistir en
el aumento a la recaudación. Requeriría airear, transparentar
y fiscalizar lo que se gasta antes de cobrar lo que se quiere
de más. Requeriría mirar más allá de asegurar la prudencia
macroeconómica basada en ingresos bajos y recaudación
pobre. Requeriría pensar en una solución audaz que
rompa el equilibrio estancador en el cual se encuentra el
país. Requeriría que el gobierno de Enrique Peña Nieto
dijera cómo va a evitar el despilfarro y la corrupción que
caracteriza al gasto público antes de anunciar que elevará
los impuestos.
Escribía Christopher Caldwell en el Financial Times
que el gobierno es “algo que hace un presupuesto”. Pero
el gobierno mexicano lo ha podido elaborar cada año
de manera tramposa. Durante décadas el gobierno ha
encubierto su debilidad recaudatoria vendiendo petróleo.
Ha podido, gracias a ello, cobrar poco y gastar mal. Sigue
prevaleciendo la práctica de devorar todos los recursos
fiscales posibles, gracias a la opacidad del gobierno y a la
desconfianza de los ciudadanos. Ahora que Peña Nieto hace
tantas promesas, es importante comprender que muchas de
ellas implican aumentar el gasto público. Cosa que no se
podrá hacer si el Estado no recauda más. Cosa que jamás
logrará si no convence a los mexicanos de suscribir lo que
argumentaba el jurista Oliver Wendell Holmes: “A mí me
gusta pagar impuestos. Con ellos compro civilización”.
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