Marce Martín
Las seis y cuarto de la tarde y apenas voy
saliendo de la oficina. Seis y cuarto de la tarde
y en seis de enero, para acabarla de fregar.
No es que me oponga a las tradiciones ni
mucho menos pero Susana, mi esposa,
quiere que llegue a la panadería por
una rosca, y después de este día tan
agotador es lo último que quiero hacer.
¡Ah y no solo eso! Me mandó un mensaje
de texto hace diez minutos pidiéndome que
llegara a comprarles un detallito a los niños
para darles de parte de “Los reyes magos”.
¿Un detallito? Yo que sé de detallitos, para
eso está ella. Yo me la paso trabajando
todos los días, todo el día, ya hago
suficiente como para pensar en “detallitos”.
Aparte que Alex ya tiene once años y
Lucy nueve, ya no están tan chiquitos
como para creer en los reyes magos.
Uno creería que la navidad sería
suficiente para los niños, pero no. Apenas
va saliendo uno de hacer el gasto del “Niño
Dios” cuando ya hay que volver a gastar
dinero otra vez. ¡No tienen llenadera!
Por fin se despeja un poco el tráfico
y puedo acelerar y dirigirme hacia la
panadería. No pasan
ni cinco minutos cuando el coche comienza
a hacer un ruido extraño y me veo forzado
a parar en una zona de la ciudad con muy
mala reputación. Se
ha acabado la gasolina. ¡No puede ser!
¿Cómo pude ser tan estúpido como para
no percatarme de algo tan sencillo?
“¡Maldita sea!” Grito dentro del coche
para mí mismo. Y
ahora que se supone que debo hacer?
La próxima gasolinera se encuentra a
diez minutos de aquí, y no pienso dejar
mí honda civic último modelo en un
vecindario de mala muerte como este.
No me queda de otra, tendré que llamar a
Susana para que me traiga gasolina.
“¡Hola amor!” Me responde
efusivamente pero yo no estoy
para cursilerías. “¿Dónde estás?”
“Pues en la casa amor, lavando
ropa como te dije hace rato
” “Necesito que vengas”
“¿A dónde? ¿Estás bien?” “Si, si estoy
bien. Es el auto, me he quedado
sin gasolina. Estoy entre la calle…
” No puedo ni siquiera
terminar lo que estaba diciendo cuando
mi teléfono se apaga inesperadamente,
me he quedado sin batería.
Trato de prenderlo de nuevo, solo para
terminar de decirle a Susana donde
estoy, pero es inútil, el artefacto se ha
quedado muerto. Podría haber jurado
que lo cargue antes de salir de la oficina.
¡Vaya día! ¿Que acaso no le puede salir
a uno nada bien? Recuesto mi cabeza
sobre el volante mientras pienso que hacer,
y alguien interrumpe mis pensamientos
tocando en la ventanilla de mi auto.
Automáticamente presiono el botón
para que los seguros se bajen en todas
las puertas, y después veo el rostro de
un hombre joven al otro lado del vidrio.
Está mugroso, con ropa desgastada y
manchada, con un trapo en una mano y
una botella con agua en la otra. Un limpia
vidrios, lo último que quiero en estos
momentos. Bajo
un poco el vidrio del auto, lo menos
posible, solo para decirle que no quiero
que me limpie nada y que se retire.
“¿Le puedo ayudar en algo? Me
pregunta él con una gran sonrisa, sin
darme tiempo a mí de hablar primero.
“Podría preguntarle lo mismo” Le digo yo
irritado. Él fue quien vino a tocar a mi ventanilla.
“Si, lo siento. Lo que pasa que lo vi desde
el otro lado de la calle y se ve algo apurado.
No vengo a ofrecer limpiar los vidrios de su
auto, vengo a ofrecerle cualquier otro tipo
de ayuda”
“No. No necesito nada” Estoy a punto
de subir la ventanilla de nuevo cuando
recuerdo que de hecho si necesito algo.
“Bueno… quizás si puedas ayudarme. Me he
quedado sin gasolina y necesito conseguir
un poco pero no quiero dejar mi auto solo.”
“¿Quiere que se lo cuide mientras usted la
consigue?” “No,
no, no. Yo me quedo aquí, mejor tu
ve y consíguela. Te pagare, claro”
“Por supuesto señor, regreso en unos
minutos” Me dice el hombre, y no me da
oportunidad siquiera de sacar la cartera
para darle dinero. Simplemente se esfuma.
Vaya, que raro. Poca gente se ofrece
a ayudar a los demás, y mucho menos sin
tener el dinero en mano. Ahora nada mas
falta que si vaya a regresar, yo pienso que
sí. Esta gente de la calle nada mas está
viendo cómo conseguir dinero, seguro
regresa queriéndome cobrar la gasolina al
doble de su valor real.
Creo que me bajaré del auto
un momento, siento que me
estoy entumeciendo del estrés.
Al echar un vistazo a mí alrededor me
percato de que por esta misma banqueta
viene un hombre cargando tres cajas de
rosca de reyes. ¡Un vendedor! Justo lo que
necesito, así no tendré que desviarme más.
“Buenas tardes. ¿A qué precio trae las
roscas?” Le pregunto mientras me acerco a
él. “¿Disculpe?” “Si, las roscas.” Continúo
apuntando hacia el pan “¿En cuánto las
anda vendiendo?”
“¡Ah! No, lo siento. No las vendo, acabo
de comprarlas. Una para mis suegros, una
para mis papás y otra para mi esposa y mis
hijos”
“¿Las compró en algún lugar aquí
cerca?” “Si, la panadería Vallarta que está
a tres cuadras de aquí. Pero no se moleste
en ir, ya no tienen. Estas las aparte desde
hace una semana, creo que no le será fácil
encontrar una a esta hora.”
“Genial” Suspiro amargadamente.
El hombre me mira unos segundos y
después mira una de las roscas que tiene
entre las manos.
“Tome”
“No, como cree. Es suya”
“¿Tiene niños?”
“Dos. Uno de once y otra de nueve.”
“Entonces llévesela, por sus niños. Los
míos ya están grandes, igual y podemos
compartir una rosca con mis papás” Me
dice el hombre mientras toma una de las
cajas y la acerca a mí.
“Muchísimas gracias. Me acaba de
ahorrar una vuelta. ¿Cuánto le debo?
“No es nada” Me responde con una
gran sonrisa.
“¿Como que nada? No, dígame por
favor ¿cuánto le debo?”
“De verdad, así déjelo. ¿Para qué
son las festividades sino para compartir?
Espero que usted y su familia lo disfrute.
¡Feliz día de reyes!” Y así, sin darme
tiempo de seguir insistiéndole, el hombre
sigue su camino.
“¡Gracias!” Grito tras él,
quedándome verdaderamente perplejo
ante esa muestra de generosidad.
Ya no hay gente que haga actos
desinteresados, la verdad ni yo lo hubiera
hecho.
Ahora solo me falta esperar que llegue
ese otro hombre con la gasolina y llegar a
comprarles algo a los niños, pero ¿qué les
compro? Soy malísimo para eso. Susana
es la que se encarga de los regalos.
Dentro de lo malo, parece que estoy
de suerte el día de hoy. Por la acera de
enfrente hay un hombre con un pequeño
puesto de tiliches. Estaba tan agobiado
previamente que no lo había visto.
“¡Buenas tardes! Arrímese joven, haber que
le gusta.” Me dice el hombre de avanzada
edad.
Yo observo los artículos que vende
el hombre pero no se que comprar.
No se los gustos de mis propios hijos,
eso es inquietante. Son solo niños, lo sé,
pero si no los empiezo a conocer ahora
jamás tendré una buena relación con
ellos. Tendré la misma relación de la cual
me queje toda la vida, la relación fría y
distante que tuve con mi padre. Mi padre
ya murió, no hay como arreglar nada con
él, pero mis hijos no merecen el trato que
les doy. La indiferencia, mi mal humor, mi
enfoque absurdo en el trabajo mientras
dejo de lado a todos los que me rodean.
Es increíble las revelaciones que
puede tener uno frente a un puesto
de triques. Y más increíble aun,
que yo este admitiendo mis errores.
“¿Quiere que le muestre algo güero? “
Me dice el vendedor, devolviéndome al
presente.
Paso la mirada nuevamente por el
puesto y me detengo en unos bolos.
¿A quién no le gustan los dulces?
“Estos dos, por favor”
“Muy bien güero. Serían cien pesos”
Saco mi cartera rápidamente y me percato
que no tengo nada más que veinte pesos
en efectivo, y tarjetas de crédito y debito.
Debo ir al cajero, pero ya mejor ni me quejo.
“Disculpe, ¿no sabe donde hay un cajero
por aquí cerca?”
“¿Para qué quiere cajero?”
“Para sacar dinero y poder llevarme los bolos”
“¿Cuanto traes?”
“Veinte pesos”
“Pues guárdalos, porque puede que los
necesites para una emergencia.
Así estamos bien, llévate los dulces”
“Pero…”
“Hoy por ti, mañana por mí. Hay
te van güero” Me dice colocándome
los enormes bolos en la mano.
“Muchísimas
gracias, prometo pagárselos”
“No te apures, no tienes que pagarme nada.
De todos modos yo no soy de aquí, vengo
una vez al año solamente. Creo que hay
te buscan güero” finaliza mientras apunta
a mi auto. El limpia vidrios ha llegado.
“¡Gracias! ¡Muchísimas gracias!”Le digo al
vendedor, y regreso de nuevo hacia mi au
to.
El hombre joven trae un garrafón
de diez litros lleno de gasolina, y me
ayuda a colocársela al auto. Me siento
verdaderamente agradecido de que haya
vuelto.
“Sé que es mucho pedir, pero ¿podrías
esperar aquí mientras voy al cajero?
No tengo nada más que veinte pesos
en efectivo. O puedes acompañarme si
desconfías, no te culpo.” Le digo al hombre,
apenado por mi abuso de confianza.
“Para nada, no desconfío. Y no tiene que ir
al cajero, más bien lo que tiene que hacer
es ir a casa con su familia.”
“¿Qué?”
“No tiene que pagarme nada, fue un
gusto poder ayudar”
“No, claro que no…”
“Se lo digo de corazón. Ahora vaya
con su familia y disfruten de su rosca, sus
dulces y de su tradición. Pero sobre todo
disfruten el uno del otro Antonio, que es
lo más importante en esta vida, valorar y
pasar tiempo de calidad con nuestros seres
queridos.”
Igual que los otros dos hombres, no me
dio tiempo de decir nada. Simplemente se
marchó.
Miro hacia el puesto de triques antes
de subir a mi auto y ya no está. No me di
cuenta en qué momento el hombre empacó
sus cosas y se fue. No quedó huella de
aquellos hombres que me ayudaron,
más que el infinito agradecimiento en mi
corazón.
Esa noche llegue a casa, abrasé
a mi esposa y a mis hijos. Partimos la
rosca de reyes, platicamos y jugamos
por horas. Recuperé el tiempo perdido
y le di gracias a Dios por ese momento
y por haberme hecho ver mis errores.
Aun ahora, veinte años después, recuerdo
aquel día de reyes con una sonrisa.
Recuerdo ese día como un punto de
partida, el punto donde comencé a disfrutar
mi vida y a enmendar los errores que había
en mí.
Recuerdo la generosidad de
aquellos tres hombres que jamás volví
a ver. El ejemplo que me dieron aquellos
desconocidos y que he tratado de imitar
desde entonces.
Pero lo que no me logro explicar, es
como el más joven de los hombres, el
limpia vidrios, con toda la seguridad y
confianza del mundo, me llamo por mi
nombre “Antonio” cuando jamás se lo di…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario