sábado, marzo 08, 2014

La historia de Juan Pueblo

En el país subtropical, se enseñaba que había dos grandes partidos políticos nacionales: la iglesia y el gobierno; el bien y el mal en su más amplia representación. Y por supuesto, había que ser de los buenos, y odiar el mal. Así que Juan Pueblo aprendió desde su más tierna infancia esas dos grandes verdades, y por ello, amaba a la iglesia y odiaba al gobierno, y lo hacía con la misma intensidad con la que se quiere ser de los buenos y ser aceptado por los demás; por lo que soñaba en que cuando creciera combatiría el mal en su mayor manifestación y apoyaría el bien con toda su energía. 
La cabeza de los buenos eran el papa y los obispos; la cabeza de los malos, era Benito Juárez y Lázaro Cárdenas. Y a los malos se les odiaba tanto, que incluso las monedas que tenían su esfinge eran vistas con desagrado; y a los buenos se les tenía que amar tanto, que incluso se debían justificar sus errores; o lo que es más, negar que alguna vez los tuvieran; por lo que negar la verdad, era una verdad en sí misma, cuando se trataba de hacer triunfar a los “buenos”, aunque uno tuviera dudas sobre su bondad o que incluso, supiera uno que fueran evidentemente malos. 
Una vez, siendo monaguillo en la parroquia del pueblo, Juan se refirió a Juárez como: “pinche Juárez, tanto mal que nos ha hecho”; y el sacristán le dio un coscorrón diciendo: ¡cállese!, ¡Juárez es nuestro padre! Y Juan pensó: ¿Qué pues? ¿Qué no somos del mismo partido? ¿Qué no se supone que tú eres del partido de la iglesia? Juan pensó: Este sacristán está hasta la calzada. Tengo que explicarle el error en el que vive, el gran error que ha cometido. Y se dispuso a darle una bueno perorata sobre el bien y el mal, el partido de los buenos y el de los malos y porqué razón era sano y de buenas costumbres guardarle el debido rencor a Juárez y a toda su caterva de compinches. 
El sacristán estuvo ocupado mucho rato, y en tanto, Juan tuvo que esperar un poco para poderle dar su buena reprimenda; mientras, estuvo pensando en sus argumentos. Y entonces, en lo que Juan pensaba en las verdades con las que iba a vapulear al sacristancillo a diestra y siniestra, se le acabó la cuerda y se tuvo que poner a pensar: ¿Bueno, y qué fue lo malo que hizo Juárez? Y entonces se dio cuenta que no conocía la respuesta. ¿Y se volvió a preguntar? Y entonces por qué nosotros le tenemos reconcomia? Y se volvió a dar cuenta de que no conocía ese porqué. 
Se dijo a sí mismo, que tendría que preguntarle a quien le enseñó a odiar, sobre la razón de porqué tendría que aborrecer a un desconocido. Y se fue, raudo y veloz cual una centella, a hacer la pregunta capital. Y cuando hizo la consulta consabida, de por qué “nosotros” no queremos a Juárez; la respuesta fue: -porque le hizo mucho mal a la iglesia; y a la de, ¿qué tipo de mal?, la respuesta fue: -no sé. 
Con lo que nos quedamos igual. Toda una vida (léase ocho años de edad) odiando a alguien porque nos hizo un enorme mal, para venir a parar en que no nos queda muy claro en qué nos perjudicó. Es como si nos hubieran enseñado una consigna: hay que rechazar a fulano por qué es malo, pero ni el que nos indicó cómo pensar, nos sabía decir porqué tendríamos que hacerlo. La siguiente pregunta fue: ¿has leído su vida? - No.; ¿has leído la historia de México? – No; ¿sabes qué sucedió en ese tiempo? – No. 
¿Entonces? 
La pregunta se quedó en el aire. 
Años más tarde, Juan Pueblo se fue al seminario y en la clase sobre la Historia del México del siglo XIX, cuando se tocaba el tema de las Leyes de Reforma, el sacerdote que les daba esa clase, dijo que cuando la ley evitó que hubiera monjas enclaustradas de por vida contra su voluntad, al ir los soldados a forzar las puertas de conventos para que pudieran ser libres, hubo algunas monjas que besaban los pies a los soldados, por el agradecimiento de haberlas libertado. Y entonces Juan Pueblo se preguntó, ¿cómo es que alguien mantenía enclaustras de por vida contra su voluntad a algunas personas? ¿Eso no se llama secuestro? ¿No debería la autoridad protegerlas? ¿Dónde estaba la autoridad de entonces? 
Y luego resulta que Juan Pueblo se entera que las Leyes de Reforma, que promovieron Benito Juárez y sus patriotas en aquel tiempo, fueron, entre otras cosas, para evitar que la autoridad eclesiástica de entonces, mantuviera encerrados contra su voluntad, a personas, que de otra manera se hubieran salido de los conventos. ¡Hágame usted el favor! 
Y entonces resulta que él odiaba a la cabeza de los que promovieron esas leyes, que lograron libertar a tanto cautivo. 
¿Y por qué los mantenían encerrados? El argumento era que un día, cuando eran jóvenes, le habían prometido a Dios estar ahí encerrados de por vida. Y que ¡a Dios se le cumplen las promesas! ¿Y qué tan jóvenes eran cuando “se comprometieron”? No se sabía con certeza. Quizá unos eran adultos, otros jóvenes y quizá más de uno era aún niños cuando hicieron su “promesa”; otros, sabemos de seguro, los metieron sus papás contra su voluntad, con el cuento que “queremos tener un hijo o hija sirviendo a Dios para que la familia sea bendecida”, o como castigo porque la hija se quería casar con un fulano que no era de “buenas familias,” y el papá ya le había dicho que, “por su bien”, o se casaba con el que él le dijera o la metía al convento; y pues metida se quedó hasta que la patria la libertó. 
Con ese conocimiento en la cabeza, Juan Pueblo decidió que tenía que saber más del asunto, y empezó a estudiar la historia de México por su cuenta. Y así se enteró que durante los trecientos años que nuestro país fue colonia de España, era obligatorio ser católico, no una opción; y entre esas obligaciones estaba la de entregar la décima parte de lo que se cosechaba o se ganaba, en forma de “diezmos más primicias, a la iglesia de Dios, amen”. Pero sin discutir si el asunto era correcto teológicamente o no; el punto era que no te podías negar a pagar, so pena de declararte ateo, lo que te daba como premio, una visita a la santa inquisición; y eso no era bueno para la salud. 
Luego, cuando México logró su independencia, en la constitución de 1824, se establecía que “la religión oficial del país sería la católica y que el gobierno la apoyaría”, con lo que en la práctica no quedamos igual: No eras libre de ser o no católico: era obligatorio serlo. Y ello significaba que no te podías negar a obedecer al cura de tu parroquia, en lo que él dispusiese. Los mexicanos tuvieron que esperar hasta la constitución de 1857, para que se pudiera ser libre, de creer en la religión que cada quien quisiera, o de creer o no creer. Pero eso era intolerado por la jerarquía eclesiástica de ese tiempo, que insistía en que la única iglesia dominante debería de ser la católica; con lo que se formaron dos grandes partidos nacionales: los que estaban a favor de la libertad religiosa dispuesta por la constitución y los que querían que fuera obligatorio ser católico. 
Juárez encabezaba a los que querían libertad religiosa y que el gobierno se moviera por su lado y los curas por el suyo; la jerarquía eclesiástica quería que el gobierno le obedeciera a ella, y que en todo asunto, primero se les preguntara su opinión; el gobierno quería y debía hacer que se respetara la constitución; la jerarquía eclesiástica se negó a hacerlo y amenazó con excomulgar a quien la obedeciera… y tuvieron que sacar las pistolas para ponerse de acuerdo. 
A esta trifulca se le llama “Guerra de Reforma”; por que ganó el partido de Juárez, se consagró el derecho de todos a tener la religión que mejor le parezca a cada quien; de otra manera antes de escoger al presidente municipal o cualquier gobernante, tendría uno qué, obligatoriamente, preguntarle al cura su opinión. ¿Bueno y entonces, por qué le enseñaron a Juan Pueblo, desde su más tierna infancia a odiar a Juárez? Vaya usted a saberlo.

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