En el país subtropical, se enseñaba que había dos grandes partidos
políticos nacionales: la iglesia y el gobierno; el bien y el mal en su más
amplia representación. Y por supuesto, había que ser de los buenos, y
odiar el mal. Así que Juan Pueblo aprendió desde su más tierna infancia
esas dos grandes verdades, y por ello, amaba a la iglesia y odiaba al
gobierno, y lo hacía con la misma intensidad con la que se quiere ser
de los buenos y ser aceptado por los demás; por lo que soñaba en que
cuando creciera combatiría el mal en su mayor manifestación y apoyaría
el bien con toda su energía.
La cabeza de los buenos eran el papa y los obispos; la cabeza
de los malos, era Benito Juárez y Lázaro Cárdenas. Y a los malos se
les odiaba tanto, que incluso las monedas que tenían su esfinge eran
vistas con desagrado; y a los buenos se les tenía que amar tanto, que
incluso se debían justificar sus errores; o lo que es más, negar que
alguna vez los tuvieran; por lo que negar la verdad, era una verdad en sí
misma, cuando se trataba de hacer triunfar a los “buenos”, aunque uno
tuviera dudas sobre su bondad o que incluso, supiera uno que fueran
evidentemente malos.
Una vez, siendo monaguillo en la parroquia del pueblo, Juan se
refirió a Juárez como: “pinche Juárez, tanto mal que nos ha hecho”; y
el sacristán le dio un coscorrón diciendo: ¡cállese!, ¡Juárez es nuestro
padre! Y Juan pensó: ¿Qué pues? ¿Qué no somos del mismo partido?
¿Qué no se supone que tú eres del partido de la iglesia? Juan pensó:
Este sacristán está hasta la calzada. Tengo que explicarle el error en el
que vive, el gran error que ha cometido. Y se dispuso a darle una bueno
perorata sobre el bien y el mal, el partido de los buenos y el de los malos
y porqué razón era sano y de buenas costumbres guardarle el debido
rencor a Juárez y a toda su caterva de compinches.
El sacristán estuvo ocupado mucho rato, y en tanto, Juan tuvo
que esperar un poco para poderle dar su buena reprimenda; mientras,
estuvo pensando en sus argumentos. Y entonces, en lo que Juan
pensaba en las verdades con las que iba a vapulear al sacristancillo a
diestra y siniestra, se le acabó la cuerda y se tuvo que poner a pensar:
¿Bueno, y qué fue lo malo que hizo Juárez? Y entonces se dio cuenta
que no conocía la respuesta. ¿Y se volvió a preguntar? Y entonces por
qué nosotros le tenemos reconcomia? Y se volvió a dar cuenta de que
no conocía ese porqué.
Se dijo a sí mismo, que tendría que preguntarle a quien le enseñó a
odiar, sobre la razón de porqué tendría que aborrecer a un desconocido.
Y se fue, raudo y veloz cual una centella, a hacer la pregunta capital. Y
cuando hizo la consulta consabida, de por qué “nosotros” no queremos
a Juárez; la respuesta fue: -porque le hizo mucho mal a la iglesia; y a la
de, ¿qué tipo de mal?, la respuesta fue: -no sé.
Con lo que nos quedamos igual. Toda una vida (léase ocho años de
edad) odiando a alguien porque nos hizo un enorme mal, para venir a
parar en que no nos queda muy claro en qué nos perjudicó. Es como
si nos hubieran enseñado una consigna: hay que rechazar a fulano por
qué es malo, pero ni el que nos indicó cómo pensar, nos sabía decir
porqué tendríamos que hacerlo. La siguiente pregunta fue: ¿has leído
su vida? - No.; ¿has leído la historia de México? – No; ¿sabes qué
sucedió en ese tiempo? – No.
¿Entonces?
La pregunta se quedó en el aire.
Años más tarde, Juan Pueblo se fue al seminario y en la clase sobre
la Historia del México del siglo XIX, cuando se tocaba el tema de las
Leyes de Reforma, el sacerdote que les daba esa clase, dijo que cuando
la ley evitó que hubiera monjas enclaustradas de por vida contra su
voluntad, al ir los soldados a forzar las puertas de conventos para que
pudieran ser libres, hubo algunas monjas que besaban los pies a los
soldados, por el agradecimiento de haberlas libertado.
Y entonces Juan Pueblo se preguntó, ¿cómo es que alguien mantenía
enclaustras de por vida contra su voluntad a algunas personas? ¿Eso
no se llama secuestro? ¿No debería la autoridad protegerlas? ¿Dónde
estaba la autoridad de entonces?
Y luego resulta que Juan Pueblo se
entera que las Leyes de Reforma, que promovieron Benito Juárez y sus
patriotas en aquel tiempo, fueron, entre otras cosas, para evitar que la
autoridad eclesiástica de entonces, mantuviera encerrados contra su
voluntad, a personas, que de otra manera se hubieran salido de los
conventos. ¡Hágame usted el favor!
Y entonces resulta que él odiaba a la cabeza de los que promovieron
esas leyes, que lograron libertar a tanto cautivo.
¿Y por qué los mantenían encerrados? El argumento era que un día,
cuando eran jóvenes, le habían prometido a Dios estar ahí encerrados
de por vida. Y que ¡a Dios se le cumplen las promesas! ¿Y qué tan
jóvenes eran cuando “se comprometieron”? No se sabía con certeza.
Quizá unos eran adultos, otros jóvenes y quizá más de uno era aún
niños cuando hicieron su “promesa”; otros, sabemos de seguro, los
metieron sus papás contra su voluntad, con el cuento que “queremos
tener un hijo o hija sirviendo a Dios para que la familia sea bendecida”,
o como castigo porque la hija se quería casar con un fulano que no era
de “buenas familias,” y el papá ya le había dicho que, “por su bien”, o se
casaba con el que él le dijera o la metía al convento; y pues metida se
quedó hasta que la patria la libertó.
Con ese conocimiento en la cabeza, Juan Pueblo decidió que tenía
que saber más del asunto, y empezó a estudiar la historia de México por
su cuenta. Y así se enteró que durante los trecientos años que nuestro
país fue colonia de España, era obligatorio ser católico, no una opción;
y entre esas obligaciones estaba la de entregar la décima parte de lo
que se cosechaba o se ganaba, en forma de “diezmos más primicias,
a la iglesia de Dios, amen”. Pero sin discutir si el asunto era correcto
teológicamente o no; el punto era que no te podías negar a pagar, so
pena de declararte ateo, lo que te daba como premio, una visita a la
santa inquisición; y eso no era bueno para la salud.
Luego, cuando México logró su independencia, en la constitución
de 1824, se establecía que “la religión oficial del país sería la católica
y que el gobierno la apoyaría”, con lo que en la práctica no quedamos
igual: No eras libre de ser o no católico: era obligatorio serlo. Y ello
significaba que no te podías negar a obedecer al cura de tu parroquia,
en lo que él dispusiese. Los mexicanos tuvieron que esperar hasta
la constitución de 1857, para que se pudiera ser libre, de creer en la
religión que cada quien quisiera, o de creer o no creer. Pero eso era
intolerado por la jerarquía eclesiástica de ese tiempo, que insistía en
que la única iglesia dominante debería de ser la católica; con lo que se
formaron dos grandes partidos nacionales: los que estaban a favor de
la libertad religiosa dispuesta por la constitución y los que querían que
fuera obligatorio ser católico.
Juárez encabezaba a los que querían libertad religiosa y que el
gobierno se moviera por su lado y los curas por el suyo; la jerarquía
eclesiástica quería que el gobierno le obedeciera a ella, y que en todo
asunto, primero se les preguntara su opinión; el gobierno quería y debía
hacer que se respetara la constitución; la jerarquía eclesiástica se negó
a hacerlo y amenazó con excomulgar a quien la obedeciera… y tuvieron
que sacar las pistolas para ponerse de acuerdo.
A esta trifulca se le llama “Guerra de Reforma”; por que ganó el
partido de Juárez, se consagró el derecho de todos a tener la religión
que mejor le parezca a cada quien; de otra manera antes de escoger
al presidente municipal o cualquier gobernante, tendría uno qué,
obligatoriamente, preguntarle al cura su opinión.
¿Bueno y entonces, por qué le enseñaron a Juan Pueblo, desde su
más tierna infancia a odiar a Juárez? Vaya usted a saberlo.
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