Dr. Enrique Sigala Gómez
Pediatra-Cirujano Pediatra
UNA REFLEXIÓN DEL DR.
MARTÍN. (POR EL DIA DEL NIÑO).
Cuando el Dr. Martín era
joven alumno de la escuela de
medicina, estaba profundamente
convencido de la estupidez
que suponía llenar el mundo
de enfermos incurables y
seres inválidos. Defendía
ardientemente la eutanasia y
acostumbraba a discutir esos
temas con sus compañeros de
clase.
- Pero si esa es precisamente nuestra misión -le
contestaban-. Estamos aquí para cuidar del cojo, el lisiado
y el ciego.
-La misión del médico -replicaba siempre Martín- es
sanar a los enfermos, y si no existe remedio, lo mejor es que
mueran.
Ya cursaba el último año de estudios cuando, cumpliendo
sus deberes fuera del hospital, asistió en un barrio pobre
de la ciudad al alumbramiento de una inmigrante alemana.
Era el décimo chiquillo que la mujer traía al mundo y había
nacido con una pierna bastante más corta que la otra. La
fuerza de la costumbre hizo al médico soplar en la boca
de la criaturita para iniciar la respiración, pero un momento
después pensó: “¡Qué demonios! Está condenado a caminar
toda la vida con su desdichada pierna. Los otros chicos le
llamarán Pata-corta. ¿Para qué hacerle vivir? El mundo no
lo necesita para nada”.
Sin embargo, su instinto de médico era muy fuerte
y no le permitió abandonar aquel par de pulmoncitos
cuyo funcionamiento había que iniciar. Volvió a la tarea.
Por fin llegó el soplo de aliento que esperaba, se coloreó
la cara del nene y un débil vagido salió de sus labios.
El médico recoge su estuche y se marcha. Mientras atraviesa
la ciudad se va haciendo reproches. “¡No sé por qué lo he
hecho!... ¡Ya hay demasiados chiquillos en esa miserable
casa! ¿Por qué he salvado a esta criatura imposibilitada? El
mundo estaría mejor sin la carga de los inválidos”.
Pasaron los años. El doctor se estableció en una
pequeña población fabril donde se creó gran clientela. Su
radicalismo juvenil, se había desvanecido y él mismo no era
ya más que otro médico laborioso y siempre fatigado que
trabajaba como un burro para que la gente siguiese viviendo,
aun cuando fuese mejor que se muriera. El viejo Hipócrates
había ganado la partida.
No se libró el doctor de su carga de penas. Su único
hijo y su nuera murieron en un
accidente de automóvil, dejando
una niñita de cuya crianza
tuvo que encargarse. Aquella
nietecita era su adoración.
El verano que cumplió los
diez años, Ana despertó
una mañana quejándose de
rigidez del cuello y extraños
dolores en brazos y piernas.
Al principio pensaron que era
parálisis infantil, pero resultó ser
una infección virulenta tan poco
frecuente que sólo ha merecido breves referencias en los
tratados médicos. En toda su larga práctica profesional, el
propio Dr. Martín no había encontrado un sólo caso de aquel
mal. Consultó a especialistas neurólogos que movieron la
cabeza con desaliento y dijeron que no se conocía remedio
para la enfermedad, cuyos progresos eran lentos, pero
acababa siempre en parálisis de mayor o menor grado.
- Sin embargo, hay un médico joven en el Oeste -dijo al
doctor uno de los especialistas- que ha escrito recientemente
un artículo sobre los éxitos obtenidos por él en algunos
casos de esta enfermedad. Se llama T. J. Méndez. Si yo me
encontrase en la situación de usted, iría a verlo.
El doctor voló con Ana a la pequeña clínica particular
donde el Dr. Méndez había puesto en práctica el nuevo y
revolucionario tratamiento terapéutico para los varios tipos
de enfermedades que causan lesión. El Dr. Martín observó
que su colega cojeaba pronunciadamente.
-Esta pierna corta me coloca entre el grupo de los
lisiados- - dijo el Dr. Méndez al observar la mirada de su
visitante-. Los chicos me llaman Pata-corta. Yo se lo permito
y a ellos les encanta. La verdad es que me gusta más que mi
verdadero nombre, Tadeo, que siempre me ha parecido un
poco ceremonioso. Como a muchos chiquillos, me pusieron
el nombre del joven estudiante de medicina que me trajo al
mundo.
El Dr. Tadeo Martín tragó saliva, recordando que en
aquella ocasión se había dicho a sí mismo: “El mundo no lo
necesita para nada”. ¡Cuán ciego era en aquel tiempo!
Alargó la mano al médico y cuya ciencia haría posible que
Ana volviese a caminar, y dijo:
- Es mejor ser lisiado que ciego.
MICRO-REFLEXIÓN:
“Las puertas de la misericordia divina se abren no sólo
con el impulso de la mano de mi Madre, sino hasta con su
simple mirada”. “TODOS TENEMOS DERECHO A LA VIDA”.
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