Por: Felipe Sol
Fray Diego de Landa, misionero
franciscano y cronista del siglo XVI
en Yucatán, celoso de su misión
evangelizadora recorrió varios lugares de
la península donde se sabía existían ruinas
de los antiguos pobladores.
Uno de estos periplos lo llevó a la
afamada ciudad capital de Chichén Itzá,
de la que se conservaban impresionantes
construcciones, mudos testigos de una
grandeza pasada que según las historias de
los ancianos había llegado a su fin después
de las guerras entre los Itzáes y los Cocom.
Al término del conflicto, Chichén Itzá fue
abandonada y sus habitantes emigraron
hacia las tierras selváticas del Petén.
En su estadía por las ruinas, los guías
indígenas de fray Diego lo llevaron al
famoso cenote, pozo natural formado por
el derrumbe de la techumbre que cubría un
río subterráneo, permitiendo a los hombres
aprovechar el agua para su sustento.
Esta inmensa cavidad tenía para los
antiguos mayas un carácter sagrado,
pues era el medio de comunicación con
Chaac, la deidad acuática por excelencia,
patrono de la lluvia que regaba los campos
y favorecía el crecimiento de la vegetación,
particularmente del maíz y otras plantas
que alimentaban a los hombres.
Diego de Landa, inquisitivo, a través
de las versiones de los ancianos que
habían sido educados en los tiempos
anteriores a la conquista, se enteró de
que el Cenote Sagrado era uno de los
sitios más importantes en los rituales
que se celebraban en la antigua capital.
En efecto, a través de sus informantes
conoció las leyendas que corrían de boca
en boca y que describían los fabulosos
tesoros, constituidos por joyería de oro y
jade, así como las ofrendas de animales
y de hombres, especialmente de jóvenes
mujeres vírgenes.
Una de las leyendas contaba la
historia de una pareja de adolescentes
que cobijaban sus amores en la selva, en
contra de la prohibición de los padres de
la joven de conocer varón, porque desde
pequeña su destino había sido marcado por
los dioses: algún día, cuando fuera mayor,
sería ofrendada a Chaac, lanzándola desde
el altar sagrado que se hallaba al borde del
cenote, dando su vida para que siempre
hubiera abundantes lluvias sobre los
campos de Chichén Itzá.
Así llegó el día de la fiesta principal y los
jóvenes enamorados se despidieron con
angustia, y fue en ese momento cuando el
gallardo adolescente prometió a su amada
que no moriría ahogada. La procesión se
dirigió al altar, y después de un interminable
transcurrir de oraciones mágicas y
alabanzas al dios de la lluvia, llegó el
momento culminante en el que arrojaron la
preciosa joyería y con ella a la joven, que
dio un estremecedor grito mientras caía al
vacío y su cuerpo se hundía en el agua.
El joven, mientras tanto, había
bajado hasta un nivel cercano a la
superficie acuática, oculto a los ojos de la
muchedumbre, lanzándose presto a cumplir
su promesa. No faltó quién advirtiera el
sacrilegio y avisara a los demás; el enojo
fue colectivo y en tanto se organizaban
para detener a los fugitivos, éstos huyeron.
El dios de la lluvia castigó a toda la
ciudad; fueron varios años de sequías
que despoblaron a Chichén, uniéndose
a la hambruna las más tremendas
enfermedades que diezmaron a los
atemorizados pobladores, que culpaban a
los sacrílegos de todas sus desgracias.
Por siglos aquellas leyendas
entretejieron un halo de misterio sobre la
ciudad abandonada, que fue cubierta por la
vegetación, y no sería sino hasta los inicios
del siglo XX cuando Edward Thompson,
valiéndose de su calidad diplomática,
pues estaba acreditado como cónsul de
los Estados Unidos, adquirió el predio que
albergaba las ruinas de un hacendado
yucateco que consideraba el lugar impropio
para la siembra y por ello le adjudicaba
escaso valor.
Thompson, conocedor de las leyendas
que relataban los fabulosos tesoros que
se arrojaban en las aguas del cenote,
puso todos sus empeños en constatar la
veracidad de las historias.
Entre 1904 y 1907, primero
con nadadores que buceaban
entre las aguas lodosas y más
tarde utilizando una draga
muy sencilla, extrajo del fondo
del pozo sagrado cientos de
preciados objetos de los más
diversos materiales, entre los
que destacaban elegantes
pectorales y cuentas
esféricas tallados en jade, y
discos, placas y cascabeles
trabajados en oro, ya fuera
mediante las técnicas del
martillado o procesándolos en
la fundición con el sistema de
la cera perdida.
Desafortunadamente aquel tesoro fue
extraído de nuestro país y, en su mayoría,
hoy se conserva en las colecciones del
Museo Peabody de los Estados Unidos.
Ante la insistencia mexicana en su
devolución hace más de cuatro décadas,
dicha institución devolvió primero un lote de
92 piezas de oro y cobre, principalmente,
cuyo destino fue la Sala Maya del Museo
Nacional de Antropología, y en 1976 se
entregaron a México 246 objetos, en su
mayoría ornamentos de jade, piezas de
madera y otros que se exhiben, para orgullo
de los yucatecos, en el Museo Regional de
Mérida.
En la segunda mitad del siglo XX
hubo nuevas expediciones de exploración
al Cenote Sagrado, ahora comandadas
por arqueólogos profesionales y buzos
especializados, quienes utilizaron
moderna maquinaria de dragado. Como
resultado de sus trabajos salieron a la luz
extraordinarias esculturas, destacándose
la figura de un jaguar del más exquisito
estilo del Posclásico temprano maya, la
cual funcionaba como portaestandarte.
Se rescataron también algunos objetos
de cobre que en su tiempo lucían vistoso
dorado, y sencillos ornamentos de jade,
e incluso piezas trabajadas en hule, de
una delicadeza extrema, que se habían
conservado en aquel ambiente acuático.
Los antropólogos físicos esperaban
ansiosos los huesos humanos que
testimoniaran la veracidad de las
piezas, pero sólo había segmentos de
esqueletos de niños y huesos de animales,
particularmente de felinos, descubrimiento
que echa por tierra las románticas leyendas
de las doncellas sacrificadas.
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