
Al parecer Chavela Vargas formaba parte de aquella
caravana artística pues a su manera narra la historia del
Caballo Blanco en el libro titulado “Las verdades de Chavela”.
Obra literaria escrita en colaboración con María Cortina y
Ana Paula Meza, publicada por editorial Océano en el año
2009.
Chavela Vargas con Tomás Méndez y José Alfredo
Jiménez en el cabaret El Safari.
Chavela Vargas, se subió varias veces al caballo blanco
de José Alfredo Jiménez. Aquel caballo que un día domingo
salió de Guadalajara. Y al que José Alfredo Jiménez le
escribió un corrido.
-El caballo
blanco era,
en realidad,
su coche.
Un día me
dice:”Chavela
vámonos en
mi caballo
blanco por
Insurgentes”.
Y yo
pensando : “¡Pero, qué absurdo!, un caballo blanco en la avenida más
grande de la ciudad”. Era absurdo. “¿Dónde está?¿Cómo de
que un caballo por Insurgentes?, nos vamos a matar”, le dije.
Se resbala el caballo y se mata uno. Pero no era un animal,
era su Ford blanco, un modelo que estaba muy de moda en
ese entonces y al que traía todo desecho. Un día, salimos de
Guadalajara hacia Tijuana en el caballo blanco y al primer
choque él escribe que su caballo “llevaba todo el hocico
sangrando”. Y cuando se nos poncha una llanta es cuando
en el corrido dice “que cojeaba de la pata izquierda”. Pobre
caballo, lo que tuvo que aguantar de esos borrachones que
éramos.
Los amigos me decían que me habían visto empujando el
caballo blanco y era que cada vez que se paraba el coche de
José Alfredo, yo lo tenía que empujar. ¡Era un desastre! pero
nos divertíamos. Toda la gente se nos quedaba viendo, los
madrugadores que iban ya a trabajar, viéndonos a nosotros
que apenas veníamos, todo al revés.
Montados en el caballo blanco también llegaban y salían
del Tenampa, en la Plaza Garibaldi, José Alfredo, Chavela
y quienes se unieran al grupo cuando salían del sitio donde
trabajaban. El Tenampa, la cantina consentida de la bohemia
del México de los cincuenta y sesenta, no sólo por el
ambiente y los mariachis, sino también, y sobre todo, porque
no cerraba nunca. O al menos ellos no lo permitían.
-Era nuestra casa, no teníamos otra. Íbamos casi
todos los días. Éramos tequileros, desde que llegábamos
empezábamos tequileando. Nunca sabíamos la hora en
que salíamos ni el porqué; no nos acordábamos de dónde
veníamos ni a dónde íbamos. Me acuerdo que, una vez,
entramos el viernes y salimos la madrugada del lunes. el
dueño estaba vuelto loco. Un día, muchos años después de
nuestras juergas, me lo encontré por la calle y casi no lo
reconocí. Yo creo que me vio la cara de extrañada y me dijo:
“¡Mire nada más como he quedado!”, yo le dije: “Pues es la
edad que no perdona”. “¡Qué edad ni qué nada!, estoy así de
acabado por todas las noches que no dormí, porque ustedes
no salían del Tenampa”, me reclamó.
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