Por Domi Bañuelos
Cuentan los viejos libros que en
Guadalajara había un rico cafetalero
llamado Jesús Flores, quien tenía su
casa en la calle de Santo Domingo,
hoy llamada Av. Alcalde. Don Jesús,
en el momento en que iniciamos esta
historia, era un viejo viudo de setenta
años, que harto de su soledad buscaba
con afán el tener una compañía.
Ahí en la esquina, de lo que es hoy
Alcalde y San Felipe vivía una viuda con
tres hijas muy hermosas, dedicadas a
realizar trabajos finos de costura, en lo
cual habían hecho buena fama. Una de
las hijas de aquella costurera, debido a
su gracia y belleza pronto fue desposada
por un apuesto y acomodado caballero.
Pero el rico viejito se derretía por
Elodía, otra de las hermanas, aunque
ella no le hizo jamás el menor caso y
terminó contrayendo matrimonio con un
rico alfarero de Tlaquepaque.
Ana, la última de las hijas, no vio con
malos bigotes a Don Jesús, y aunque
él jamás la había pretendido, pronto
se vio seducido por su coquetería, a
todas luces manifiesta; y sin pensarlo
demasiado, le propuso a la jovencita
matrimonio. A falta de pan, buenas son
semas. Quizás en sus años mozos
Don Jesús fue un joven atractivo,
pero en esos tiempos ya no quedaba
absolutamente nada digno de verse
en aquel anciano, excepto su fortuna,
que le borraba hasta las arrugas y lo
encorvado.
Anita no perdió tiempo. Ante la
insistencia de aquél hombre, que sentía
se le acababa el tiempo; ella le hizo ver
que la única forma de casarse con él
era que le hiciera a la casa un segundo
piso; porque solo las gentes adineradas
tenían una así, y ella pretendía mostrar
una excelente imagen ante la sociedad.
Don Jesús ni tardo ni perezoso,
llamó de inmediato al ingeniero Arnulfo
Villaseñor y le encargó la remodelación
de la casa. Una vez terminada, y
después de haber contraído matrimonio
la desigual pareja, Doña Ana, y la llamo
ahora así, porque ya era la “gran señora”,
completó la decoración exterior con un
par de esculturas que vio en una revista
de decoración, y las cuales tuvieron que
ser traídas directamente desde Nueva
York. Dando con ello el toque final, y el
motivo para que aquella finca a partir de
entonces fuera conocida como “la casa
de los perros”.
Al frente de sus negocios, Don
Jesús, tenía a un honrado caballero
llamado José Cuervo, quien con gran
habilidad le multiplicaba día con día la
fortuna, lo cual después de pasada la
emoción de tener de nuevo compañera,
para Don Jesús se convirtió en la única
ilusión en la vida.
Pero el reloj de arena se quedó sin
granos y Don Jesús falleció dejando
a Doña Ana sola, quien para no sufrir
aquél terrible mal de la viudez, muy
pronto encontró consuelo a su tristeza
en los brazos del fiel mayordomo, quien
prosiguió afanosamente acrecentando
la fortuna con el buen manejo de los
negocios.
Y como el dinero fluía por todas
partes, Doña Ana y Don José hicieron
una casa nueva, la cual se aprecia aún
el la esquina de Colón y Libertad, donde
se fueron a vivir su insólito romance,
dejando atrás aquella casona que Doña
Ana ya no vio con simpatía porque
estaba llena de recuerdos no del todo
gratos.
Poco tiempo después vendieron la
“casa de los perros”, pero quien sabe
que pasó con el nuevo dueño, porque la
finca duró mucho tiempo abandonada y
aquello dio pie a una gran leyenda.
Se corrió el rumor de que quien
rezara un novenario en el mausoleo
de Don Jesús Flores, recibiría en
premio las escrituras de la “Casa de
los Perros”. Era requisito que los rezos
se efectuaran a las 12 en punto de la
noche, llevando como única compañía
una vela. Dicen que lo intentaron una
buena cantidad de gentes, hombres
y mujeres. Que hasta se hizo una
gran vendimia noche a noche afuera
del panteón de Mezquitán. Por todas
partes surgieron los valientes, que
vieron en aquella situación una forma
fácil de hacerse de fortuna. Pero todos
fracasaron. Algunos salían antes de
cinco minutos, corriendo como alma
que lleva el diablo, otros se tardaban
tanto en salir, que cuando los iban a
buscar los encontraban desmayados.
Con el tiempo pasó la euforia, o se
acabaron los valientes. Se dice que el
problema de todo ello estaba en que
una voz de ultratumba se empeñaba
en contestar cada uno de los rezos. Y
así, hasta el hombre más valiente se
cuartea.
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