La pérdida de vidas durante los años álgidos de la
etapa conocida como revolución mexicana, no se ha
podido cuantificar, pero la gran mayoría coincide que fue
del orden del millón de personas.
Muertes que elevaron hasta el mito y la leyenda a
algunos de los caudillos, como Francisco I. Madero,
Emiliano Zapata, Venustiano Carranza, Francisco Villa
y Álvaro Obregón, por citar algunos, que murieron de
manera trágica.
Otros no menos importantes al morir, alcanzaron un
lugar preponderante en la historia, como Aquiles Serdán,
por citar un ejemplo.
Pero un grupo mayoritario, anónimo, que brilló en el
campo de batalla, sobre todo en el inhóspito norte del
país, que galoparon miles de kilómetros sin importar el
cansancio, que dispararon miles de cartuchos en las
innumerables batallas, que absorbieron el polvo de los
largos caminos, que consumieron el olor de la pólvora de
la metralla, que soportaron el cansancio, el hambre, las
heridas, la debilidad física, la hostilidad del enemigo, que
sacrificaron sus familias y los pocos o muchos bienes en
pos de un ideal, que les contagiaron los grandes caudillos
que encabezaron el movimiento armado, que los motivó
a arriesgar su vida ante las certeras balas, las poderosas
granadas y la pesada artillería, que no les importó regar
con su sangre el recorrido histórico que trazó la revolución
mexicana en sus diferentes etapas y que obsequiaron el
máximo tributo que pudieron otorgar, como lo es su vida
misma, que dejaron en su momento en el paredón o en el
glorioso campo de batalla y que el tiempo injustamente los
ha olvidado, a esos héroes revolucionarios desconocidos,
que hoy recordamos.
Algunas ciudades del país han empezado a levantar
monumentos para perseverar sus recuerdo por las
grandes hazañas logradas, pero falta aún un elemento
que injustamente no le hemos dado la importancia y
justa dimensión, a las soldaderas revolucionarias, una
verdadera casta de mujeres mexicanas valientes, que no
dudaron en partir a la “bola” persiguiendo a su hombre o su
“Juan”, sin llevar casi ninguna pertenencia, improvisando
cocinas en las grandes correrías que realizaban, a
caballo, a pié o en ferrocarril, algunas cargando a sus
hijos y que al caer su hombre, ellas no dudaron en tomar
su máuser y continuar disparando junto a él, en defensa
de sus convicciones y su vida.
Otras participaron con su agresiva pluma exponiendo
las diferencias sociales y críticas a la oligarquía; otras
fueron luchadoras sociales, agentes confidenciales,
enfermeras, voluntarias, telegrafistas, administradoras
y realizando actividades para la sobrevivencia de los
ejércitos y sus seguidores.
Así nacieron grandes leyendas, como la Adelita, la
Valentina, la Marieta, Juana Gallo, Jesusita, la Rielera,
el grupos conocido como Las Coronelas y tantas que
registra la historia oral. Aún no se da el reconocimiento a
estas “Adelitas” revolucionarias, que a 106 años del inicio
de la revolución armada, recordamos con mucho orgullo,
por ser mexicanas, muy valientes y la gran mayoría de
ellas, norteñas.
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