sábado, mayo 06, 2017

Teresita

Ni toda la poesía del mundo hubiera sido bastante para describir el inmenso abismo de soledad y la estaban casando con alguien que no era el amor de su vida, para alejarla del poseedor de su corazón. Ella iba al altar, y conforme se acercaba al ara, se alejaba de la esperanza, del infinitamente delgado hilo de esperanza que aun mantenía atada su alma a su corazón, que se encontraba muy lejos, agarrado con todos sus mil uñitas, al corazón de su amado. Los corazones se quedaron allá muy lejos, aferrados el uno al otro, tratando por todos su medios de mantenerse juntos, de que no los separaran: llorando juntos, gimiendo juntos, respirando juntos… mientras sentían que el delgado hijo de esperanza se iba haciendo cada vez más y más delgado hasta hacerse casi invisible, pero no se rompía, pero no se rompía por más que se estirara, porque estaba hecho de esperanza pues; y ésta, por más que se estire y se adelgace, no se quiere romper. 
angustia que salía a torrentes de los ojos de Teresita, el día de su boda; “el día más feliz de su vida”, según le habían dicho sus amigas. Y es que Teresita no se estaba casando;
Teresita estaba sola, infinitamente sola, desoladamente sola, desesperadamente sola; entre el inmenso mar de parientes que la querían, la victoreaban, la felicitaban, la apretujaban. Y volteaba su mirada suplicante esperando anhelosa una rama de la cual asirse para no ahogarse en el mar de gente que ruidosamente aplaudían y festejaban por “su felicidad”. El ruido de los incontables brindis, impedía que siquiera alguno escuchara los gritos desaforados que por sus ojos lanzaba el corazón. Teresita estaba sola y sentía el terrible hueco que dejó su corazón al quedarse con su amado; pero no sólo estaba sola: estaba sin alma, sin espíritu, sin ella misma; porque más que quitarle su ser, a ella le habían separado alma y cuerpo; y a éste lo estaban casando sin ella. Pero, a quién pedirle ayuda? Si todos estaban sordos a los gritos de sus miradas, si todos eran insensibles a los gritos de su corazón. 
Las personas que más “la amaban”, en quienes ella más esperaba encontrar apoyo para su causa: su mamá y su madrina, que era su tía preferida; habían decidido por ella, que lo más conveniente para su felicidad, era que dejara a su amado que era pobre (de quien estaba profundamente enamorada), por una “buen” partido de la más alta sociedad (más compatible social y económicamente con ella); a quien no conocía y las únicas referencias que de él había oído es que era un tipo altanero, engreído, y que en su actuar manifestaba que el mundo no lo merecía. Pero los seres que “más la amaban”, habían decidido por ella, “por su bien”, que su amado pobre le iba a dar una pobre vida “a la que ella no estaba acostumbrada” y en cambio, el no amado rico: le daría una vida “llena de comodidades”, más acorde con su actual estatus… y aquellas “venerables y sabias” mujeres habían decidido, por ella, que una vida sin amor pero cómoda, era preferible a una vida llena de privaciones al lado de su amado. Y es que contra el cariño estamos desarmados, de él no nos podemos amparar. Uno se puede defender fácilmente del odio o del ataque, para eso tenemos mucha experiencia; pero contra alguien que nos lastima por amor, no tenemos arma que valga: ¿cómo mandar al diablo a alguien que nos consta que nos ama, que daría su ser por uno? Por eso, Teresita no podía hacer nada. Por eso estaba entre la espada y la pared. Por eso estaba sola, terriblemente sola. 
Y es que en ese mundo y en esos tiempos, aun no se descubría lo que era el amor entre una pareja: posiblemente ni siquiera se hubiera inventado todavía, salvo en el corazón de Teresita. Había personas que creían estar llenas de amor hacia los demás, pero que jamás lo habían experimentado, ni por una flor, ni por una mariposa… pero actuaban como si sí amaran, pues la rígida etiqueta social de la época marcaba al dedillo, la manera cortés de comportarse ante los demás, ante la familia no inmediata. Se decían a sí mismos que ellos amaban a sus hijos, a sus padres, a sus parientes, a sus parejas… pero sólo actuaban como si así lo hicieran. 
Muchas cosas se hacían “por obligación”, no por amor. Los padres tenían que “aceptar a los hijos que Dios les dé”, no a los que ellos quisieran tener, y por ello estaban “obligados” a sostener a sus hijos, los hijos de grandes estaban “obligados” a ver por sus ancianos padres. Si se hablaba de que se debería actuar de tal y tal forma, “por obligación”, ello implicaba que muchos no actuarían correctamente si no hubiera una norma social que se los impusiera. Actuaban como si sí amaran, pero no amaban; estaban convencidos de que amaban, pues funcionaban como si sí lo hicieran, y a su actuar le daban el nombre de amor; entonces, cuando actuaban como si amaran, creían realmente que amaban y estaban completamente convencidos de que así lo hacían… y como todos eran muy celosos de proceder de acuerdo con las normas morales vigentes, y lo hacían puntualmente, entonces creían que amaban profundamente; y en base a entonces creían que amaban profundamente; y en base a esa creencia vivían y pensaban. 
Ojalá no sea cierto, pero parece que en el mundo anterior al nuestro, abundaron las “Teresitas”… y ¿cómo caminaría alguien por la vida, si le sacaron el corazón? ¿Y cómo te defiendes, si los que te lo arrancaron lo hicieron “por amor”? ¿Cómo les hablas del amor que sientes, a las personas que dirigen tu vida, pero nunca han conocido a tan esquivo personaje, pero están seguros que sí y hasta te pueden dar largas explicaciones al respecto? 
Hubo un tiempo… en que el amor no existía… no para las parejas. Los jóvenes de tiempo atrás no tenían la oportunidad de conocer a otros semejantes. La forma de vida usual, impedía el intercambio social, salvo en la reducida área de la familia extendida. Podrían conocerse entre primos, pero no más allá. Las salidas de las jóvenes eran a misa y quizá un poco al parque, pero siempre al cuidado de una persona mayor. Los jóvenes podían verse a la distancia, dentro de la iglesia o en la plaza pública y gustarse; pero no tratarse o tener la oportunidad de conocerse. Podían creer que amaban a alguien porque las miradas encienden la combustión química de la atracción mutua, pero no el amor estable que nace del conocerse y tratarse dos personas por un periodo de tiempo razonable; lo que puede dar como resultado el deseable y necesario sentimiento de mutua pertenencia y seguridad. Se concertaban las parejas por cartas o a través de interpósita persona; y se casaban entre ellos, muchas veces sin haberse visto de cerca ni una vez. Creían que amaban a la persona con la que se desposaban y podía ser que a partir de ahí, empezara a crecer el verdadero amor o que al descubrir quién era realmente el otro ser, naciera la mayor desilusión y el desencanto; pero a lo hecho pecho, pues la rigidez de las costumbres de ese tiempo, impedía cualquier compostura al entuerto. 
En muchas ocasiones, los papás decidían, por los jóvenes. En el libro del Quijote, se lee toda una disertación que intentaba justificar la conveniencia de que los papás tomaran esa importante decisión por sus hijos y se les aclara a ellos, cómo no están capacitados para decidir por sí mismos para escoger a la pareja de su vida. Y quizá hubiera sabiduría aplicable a la forma de ser de aquellos tiempos, pues cada tiempo tiene su propia sabiduría. Muy pocas parejas pudieron, dada las circunstancias que vivían, darse sus escapadas y tratarse en lo personal y generar entre ambos una relación de mutuo afecto madurado por el tiempo: tuvo que ser a escondidas, por supuesto; salvo honrosas excepciones. Una de esas relaciones encubiertas fue la de Teresita, con uno de los empleados del rancho de sus papás… pero ¡oh tragedia!, ella era parte de la familia del patrón y él era sólo un trabajador del rancho… ¡Era más fácil juntar agua con aceite! 
Sus papás se imaginaron las dos escenas: la niña vive con quien ella ama, pero en una casa pobre y pasando privaciones; o la niña vive con quien no ama, pero rodeada de comodidades; y al fin desconocedores del valor de vivir una vida con quien amas, le hicieron el “servicio” de arrancarle el corazón para que viviera con riquezas… sin darse cuenta que ella se iba a estar muriendo día a día, en una lenta y desesperante agonía… eso sí, con regalos y holgura. ¡Hágame usted el favor! 
Bien es cierto que la vida es para aprender a vivir y se lleva uno toda su existencia en lograrlo; por ello nadie puede estar cien por ciento seguro de cual es la decisión correcta cada vez que tiene que hacer algo; pero una cosa es que uno se equivoque y sea infeliz por la disposición equivocada que tomó y otra cosa muy diferente es que seas infeliz, porque otros tomaron en tu lugar un mal juicio; y peor aun, que te hayan forzado a hacer algo que iba contra tu querer o tu saber. ¿Cómo le dices después, a alguien a quien tú mandaste al infierno, disculpe usted? 
Este es el eterno lío de las decisiones humanas, y en el que cada persona hace lo que cree que es correcto en ese momento y a todos nos ha pasado que a veces, después de un tiempo, ya no estamos tan seguros de haber tomado la medida adecuada; pero si la disposición sólo nos afectaba a nosotros, es uno el asunto y otro muy diferente, si en nuestro fallo nos llevamos involucrados a nuestros hijos o familia. 
Este es un tema que no sólo se refiere a las parejas, sino que abarca todas las ocasiones que en el uso de nuestras actividades diarias, tomamos decisiones que afectan a otros, y peor aun, cuando teniendo algún tipo de poder sobre los demás, los forzamos a actuar en determinada forma, sin tener cabal cuenta de que quizá mañana nosotros mismos tal vez desaprobaremos las decisiones que tiempo atrás creímos buenas. 
Es difícil imaginar que los papás de Teresita no quisieran lo mejor para ella; pero ¿qué era lo mejor para ella? Podemos conjeturar lo que queramos, pero al fin de cuentas, no podremos afirmar nada con seguridad. Y esto se aplica en todas las decisiones que hemos tomado o tomaremos algún día: siempre, lo que hoy creemos correcto, puede ser que mañana o pasado lamentemos haber actuado en la forma en que lo hicimos. Puede ser… Puede ser... Por ello, lo mejor será siempre tomar consejo con las personas más sabias de nuestro entorno, valorar opiniones a favor o en contra, ser prudentes al actuar; y sobre todo… no imponer nuestro punto de vista, cuando el resultado de nuestra decisión afecta directamente a los demás. Otra opción, que debería de ser la primera: si usted es creyente, pregúntele a su Dios antes de actuar. 

Javier Contreras

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