
Doña Jacinta comentaba del poco dinero que tenían
en su familia, de sus muchas deudas, de la enorme
cantidad de trabajo pendiente y del triste futuro que veía
venir; y sus comadres le hacían eco en sus aflicciones,
mencionando que sí, que qué pobre estaba doña Jacinta,
que qué mucho tenían que trabajar en esa familia y se
compadecían de ella por su pobreza; entre taco y taco que
le tomaban del comal; y mezclaban lamentos de pobreza
con elogios por sus ricas tortillas recién hechas, para las
que siempre tenían una mano libre con qué tomar “sólo
una más, porque ya se me hizo re tarde.”
Juanito observaba este cuadro enmarcado por el humo,
y como espectador neutral se compadecía por la pobreza
que escuchaba que era una característica permanente
de doña Jacinta, y como todo niño de seis años, deseaba
interiormente poder ayudarle a tan paupérrima señora y
veía con indignación, como las comadres engullían, sólo
una taco más y sólo otro taco más y sólo otro taco más;
mientras no dejaban de reconocer lo triste de la situación. Juanito sentía angustia de ver a las comadres comelonas
dándole baje al colmo de tortillas de doña Jacinta y en su
interior gritaba con angustia: “No le coman sus taquitos a
doña Jacinta, ¿que no están diciendo que ella está muy
pobre?” El hubiera querido reclamar a las comadres y
echarles en cara su impertinencia; pero en ese lugar y
en ese tiempo, la sociedad se dividía en el mundo de los
adultos y el mundo de los niños; y el supuesto de que los
niños no deberían juzgar a los adultos, so pena de cimbrar
uno de los mayores pilares en que descansaba el universo
y el hecho de que se hubiera granjeado un buen leñazo
por la maceta, era mayor que cualquier argumento posible
de esgrimir.
Doña Jacinta observa al niño como espectador silente
y lo invita a tomar una tortilla. Este se rehúsa, diciendo que
no quiere. El coro de comadres dirige su artillería hacia
él, cuando doña Jacinta pregunta extrañada que porqué
no quiere tomar una tortilla. Juanito responde, que porque
ella es pobre. El gallinero se alborota y todas las aves de
rapiña se dirigen contra él a picotazos: que si se cree muy
rico el cretino; que si se cree mucho; que si se avergüenza
de los pobres siendo él igual o peor; que si esta juventud de
hoy en día está de no hallarle; que si en mis tiempo cuándo
se hubiera visto semejante desfachatez; que si antes era
tanta la decencia que los niños jamás avergonzaban a los
adultos; que si Juanito siempre ha sido un rebelde y un
mal ejemplo para los demás, que si las hilachas;… y una
interminable colección de etcéteras más, todas indignas
de ser repetidas por lo folklóricas y descriptivas de la
increíble osadía del mocoso. Y Juanito que con la cabeza
gacha, sólo repite en su interior: Es que no quería que le
comieran a doña Jacinta sus taquitos… ¿que no dicen que
ella está muy pobre?.
Los adultos tenemos una forma de ver el mundo,
que es producto de nuestra historia, de cómo nos han
“educado”, de cómo nos hemos ido “formando” a través
del tiempo. Tenemos una gran cantidad de prejuicios
(prejuicios = juicios previos, cosas que damos por
sentadas y que esperamos que los demás actúen sobre
esa lógica, sobre esa forma de pensar) a través de los
cuales vemos y analizamos el mundo. Al conjunto de todos
nuestros paradigmas o supuestos en los que basamos
nuestra forma de pensar, es a lo que llamamos cultura.
La cultura latina es diferente a la cultura anglosajona, que
a su vez son diferentes a la cultura árabe y las tres son
diferentes a la cultura china y a la cultura india; sólo por
mencionar algunas. En cada lugar ven como muy obvio
y lógico, cosas que en otra cultura serían inaceptables o
incomprensibles. Por ejemplo, en la India les sobran vacas
y les falta comida y desde nuestra forma de ver eso no
tiene ninguna lógica, pero para ellos y su forma de pensar,
es algo muy bien fundamentado. Y así, cada cultura tiene
formas de pensar, que a ellos les parecen muy razonables
y que otras sociedades humanas les pueden parecer raras
o inaceptables.
Los niños están en formación, ven el mundo sin
prejuicios, quizá más como es la realidad, que como los
mayores les enseñamos que es. Pero luego los vamos
“educando”, es decir, les vamos enseñando cómo creemos
nosotros que se deben ver las cosas, cómo se deben de
clasificar en buenas o malas, cómo ellos deben de pensar;
les enseñamos a que sean y piensen como nosotros, les
transmitimos pues nuestra “cultura”, nuestro conjunto de
pensamientos y juicios sobre la vida, y a eso le llamamos
“educación”. Si el niño actúa diferente a como queremos
que lo haga, pensamos que está “mal educado” y entonces
nos preocupamos mucho; y él a veces se resiste a nuestra
imposición, y entonces pensamos que es “un rebelde”…
y cuando logramos que deje de ver las cosas como
él naturalmente las ve, cuando logramos que deje de
pensar por sí mismo, cuando logramos que haga y piense
exactamente como nosotros, entonces nos ponemos
contentos y decimos: “que niño tan bien educado, y antes
tan difícil que era: menos mal que se compuso”
Siguiendo con el cuento de doña Jacinta, anotaremos
que si Juanito pudiera expresarse, si le diéramos la
oportunidad de hacerlo; quizá nos diría que somos
prejuiciosos, que somos falsos, que decimos una cosa y
hacemos otra… y tal vez nos pudiéramos corregir, o al
menos darnos una mediana compuestita. Pero a veces
estamos tan seguros de que nuestro actuar es correcto,
puesto que así lo hemos hecho toda la vida, que no le
permitiríamos a Juanito hablar, salvo para darnos la razón
y disculparse.
Y es que pocas cosas nos irritan más a las personas,
que vernos descubiertas, que ver que alguien nos quite
las caretas con las que solemos vivir y convivir. Algunos
quizá preferiríamos mantenernos permanentemente
en el error, que pasar por la experiencia de que alguien
evidencie nuestra falsedad… Podríamos preguntarnos
si tenemos caretas… porque las más de las veces, no
nos damos cuenta de que las tenemos. Pero la forma
más simple de autodescubrirnos es fijarnos si tenemos
una doble forma de ser: una con nuestra pareja o familia
cercana y otra con los demás; si tenemos una forma de
actuar con nuestros más cercanos y con los extraños
pretendemos ser otra persona, entonces tenemos
caretas. Si continuamente tratamos de “guardar las
apariencias”, entonces fingimos ser ante los demás, lo que
perfectamente sabemos que no somos en realidad. Si ese
fuera el caso, el punto es que no hemos aceptado nuestra
realidad, no nos gusta ser lo que somos y fingimos ser
otra cosa, más acorde con lo que quisiéramos ser; pero
entonces, ¿quién somos de verdad?: ¿el que se comporta
de una forma en la intimidad de la casa o el que actúa
de otra en sociedad? (No confundamos fingir, que implica
negar y esconder la propia realidad de la vista de los
demás, con ser cortés, que implica cuidar cómo hablamos
y actuamos, en consideración a los demás).
Como en la historia que nos ocupa, en ocasiones
alguien o la vida nos va a desenmascarar y nos va a mostrar
que durante un largo tiempo hemos vivido fingiendo y
simulando que somos una persona muy diferente a lo
que aparentamos; y lo hemos hecho, sólo para negarnos
a nosotros mismos y continuar llevando una vida de
simulación… y cuando ese sea el caso, sólo tenemos
dos caminos: o nos analizamos a nosotros mismos para
intentar mejorar(sea yendo con un psicólogo o terapeuta
para que nos ayude y/o pidiéndole a Dios su ayuda) o bien
seguimos negando nuestra propia realidad y atacamos a
quien nos haya evidenciado y seguimos por mucho tiempo
más fingiendo que estamos bien, y a ver como le hace la
vida para componernos.
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