Don Holgazán está sentado viendo televisión, medio
vestido, mal peinado y con su panzota prominente como
glorieta colgando malamente de su tosca humanidad;
su actividad física básica es rascarse la panza y dirigir
maquinalmente su otra mano hasta la bebida que tiene
al lado y comer golosinas mientras sus ojos continúan
atornillados fijamente ante la pantalla de su televisor. Yo lo
veo y me admiro de que esa sea toda la actividad que es
capaz de realizar; mientras que su esposa se afana con los
mil y un quehaceres del hogar, sin que pare un sólo instante
a darse un poco de reposo. Observando ese cuadro tan
cotidiano en la casa, me pregunto cómo es posible que así
suceda.
El colmo de mi indignación llega cuando Don Holgazán
le ordena a su esposa que le acerque otra bebida y que le
prepare más botana; a lo que ella accede maquinalmente
como si fuera un ser autómata programado sólo para servir
y callar. Entonces me dirijo a ese ser medio bestia y medio
humano y le hago ver toda la enorme cantidad de trabajo
que ya ha hecho y que aun tiene qué hacer su esposa y
que él haría bien en darle la mano en esas actividades del
hogar, que a los dos atañen por igual; entonces el semi
humano se voltea hacia su mujer todo indignado y la
regaña en voz alta, (para que a nadie le quepa duda de su
supuesta solicitud ante el trabajo):
¿Ocupas ayuda?
Vieja, ¿pos porqué no hablas?
¡Habla mujer!
¿Qué no sabes hablar?
Si necesitas ayuda bien puedes decírmelo.
¿Qué crees que soy adivino?
Yo no adivino las cosas.
¡Háblame, que no adivino!
O qué, ¿crees que soy adivino?
Después de esa perorata, a la que la mansa mujer
sólo hizo como que iba a hablar y nunca lo logró, sino que
continuó moviendo su escoba rítmicamente; mientras el
perezoso retornó su atenta mirada al televisor como si nunca
se hubiera mencionado el punto. Allá seguían los trastes
sucios en el lavaplatos, la cocina desorganizada, el piso a
medio paso de ser limpiado, los niños sucios y descuidados
jugando solos en cualquier lugar, y Don Holgazán que ni se
inmuta, porque a fin de cuentas, “él no tiene la capacidad
de adivinar que su esposa necesite ayuda con las tareas
del hogar”. (Como si la bestia apenas hubiera nacido el día
de ayer, que no se ha dado cuenta de que los platos en los
que come no se lavan solos; como si estuviera ciego que no
alcanza a ver el montón de cosas que se necesitan hacer
en su casa.)
Voltea a verme con todo el cinismo que le puede caber
en su burda humanidad, y me dice: ¿Ves?, no dijo nada…
pos uno como va a saber si ocupan o no ayuda… ni que
uno fuera adivino… pos éstas.
Después de esto, me doy cuenta de que todo lo que diga
sale sobrando, pero continuar ahí implica complicidad con
el indolente ese y procedo a despedirme y salir de la casa,
en tanto la señora le acerca más bebida y tragadera al
“marrano” que continua con su vista fija ante de la televisión.
Mientras me alejo del lugar, yo me voy preguntando:
¿Qué es exactamente lo que está pasando ahí?
¿Porqué la señora lo permite?
¿Quién engendró a ese monstruo?
¿Cómo lo hizo?
Tengo mil preguntas en la cabeza y las voy hilvanando
una a una. Y recuerdo a los reyes de la antigüedad o del
pasado reciente que vivían un protocolo en el que entre
todos los echaban a perder y creaban a seres medio
imbéciles que vivían en una burbuja de mentiras que los
hacían creer que eran semi divinos: alguien los tenía que
vestir, alguien les daba de comer y hasta algún lacayo tenía
que llevarlos al baño como si siguieran siendo un bebé, un
eterno y enorme bebesote. Algunos reyes o emperadores,
ni siquiera tenían la habilidad de atarse sus propios zapatos,
zapatos, pues siempre tuvieron
a un paje encargado de hacerlo… y
es que estaban convencidos que esa
actividad era indigna de ellos y de su
“grandeza”… ¡Hágame usted el favor!
Veo que en tiempos de los reyes,
se creó esa corriente de pensamiento
que muchos hacían circular desde las
alturas del poder político y religioso: Ese
pensamiento parecía decir, que el rey o
el alto sacerdote eran gente superior a
los demás, como súper humanos, a los
que no aplicaban las leyes de la tierra,
y por ello todos los demás los deberían
servir. Eran tipos que se la habían
creído que eran superiores a los demás,
que todos deberían agradecer las
decisiones que tuvieran a bien tomar,
así los estuvieran mandando a una
guerra innecesaria o insensata. Eran
tipos que vivían en la mentira de una supuesta superioridad
y que por ello no podían equivocarse y que por supuesto,
no necesitaban pedir opinión a los demás por inferiores y
daban por supuesto que sus decisiones no deberían de ser
juzgadas o criticadas por los demás… “so, pena de ofender
a Dios”… ¡vaya usted a saber qué basura tenían en la
cabeza!... pues hasta para abusar de otros utilizaban de
pretexto a Dios.
La destacable de esa corriente de pensamiento, no era
que los que mandaban se la creyeran, sino que muchos de
los que obedecían estuvieran convencidos de que sí era
válida. Así, ante una decisión estúpida del que mandaba,
fuera gobernante civil o religioso, se formaban de facto dos
corrientes de opinión: los que decían que eso estaba mal
y los que decían, no que estuviera bien, sino que “quiénes
somos nosotros para juzgar la decisión tomada?”, o una
variante de la misma frase: nosotros no somos nadie para
juzgar al “superior”. Aquí la pregunta obligada sería: ¿quien
estaba más mal: el que se creía superior a los demás, o el
que se la había creído que era inferior e incapaz de opinar
sobre la habilidad del “superior” para decidir lo que a todos
más convenía?
Eran sociedades formadas por unos pocos hombres libres
y por una enorme masa de esclavos mentales; porque ni
siquiera se les tenía que poner cadenas para mantenerlos
sujetos; en su reducida capacidad de raciocinio, ellos ya
habían aceptado que eran inferiores; incapaces de opinar o
decidir; sólo hábiles para obedecer y callar, y creían que de
alguna manera, imposible de entender por ellos, eso estaba
bien.
El punto es que el espíritu humano es más fuerte que
toda sujeción y aún cuando a un esclavo le quiten las
cadenas y él siga siendo un esclavo sumiso y por ello
aparentemente incapaz de rebelarse,
muy en el fondo, hay una lucecita que
se niega a apagarse por completo y
aún cuando el miedo le impida hablar,
el murmurará en su interior y guardará
un resentimiento que está contenido
en su yo más íntimo, como en una olla
de presión a punto de estallar y que
cuando logre salir, será incontenible
y completamente destructivo. Así,
cuando las revoluciones; sea la
mexicana, la francesa, la rusa o
cualquiera, llegaron a suceder; se
extendió una ola de destrucción
incontenible que todo lo arrasaba a su
paso; a veces nunca le quedó claro
a los revolucionaros si tenían una
ideología que los guiara, pero sí les
quedaba claro que en el mundo había
buenos y malos, y los buenos eran
ellos, que habían aguantado hasta decir basta… y ahora
les había llegado la oportunidad del desquite.
Con gente así: que, o se creen superiores a otros
o inferiores a los demás, no se puede construir una
democracia; en un ambiente así, sólo caben las revoluciones,
sean pequeñas o grandes; para que haya democracia en
una sociedad, debe haber una mayoría de personas
que se vean y se sientan a sí mismas como iguales,
no superiores o no inferiores a los otros. Porque los que
inconscientemente tienen una mentalidad de superiores,
cuando de casualidad hagan algo bueno, no creerán que
hicieron su deber, sino que le hicieron un favor a la gente;
y los que se sientan inferiores, siempre se negarán a
formar parte del gobierno o a ser solidarios con él, porque
siempre sentirán que el gobierno es un asunto de otros, de
los superiores, de los que mandan, de los poderosos, no
de ellos; y toda ley que de ellos emane, la querrán resistir,
porque siempre la sentirán como “una imposición de los
que mandan”, no como una norma necesaria para la buena
marcha de la sociedad, sino como una manifestación más
del dominio de los “poderosos”, o “del sistema” o “de los
ricos” (como decía la gente de antes), sobre la población…
y a estos tales… sólo hay que acercárseles, a ver qué
es lo que se les puede esquilmar… aunque sólo sea una
comida pública en campaña política o aunque sólo sea un
vale de gasolina, para disimular un embute. Y cuando le
puedan quitar algo al gobierno, no sentirán que lastimaron
a la sociedad de la que forman parte (porque no se siente
parte), sino que creerán en su yo interior, que se desquitaron
del dominador, al quitarle algo que sólo a él le pertenecía.
“Haga usted patria con esta gente”, decía Bolívar.
Javier Contreras
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