César Duarte, Javier Duarte y Roberto Borge repitieron un
mismo patrón de conducta. Forzaron los últimos dos o tres años en
años de Hidalgo, y convirtieron su mandato en negocio personal. Eso
por un lado. Por el otro, derramaron dinero sobre la prensa: más y
más para promoverse, más y más para, puede suponerse, mantener
contenida la crítica. Manotearon y pusieron, o trataron de imponer a
sus incondicionales en los distintos órganos autónomos: desde las
universidades hasta las contralorías; desde las fiscalías generales
hasta jueces y magistrados: todo órgano que fuera capaz de detectar o
alertar qué estaban haciendo, fue pervertido, o trataron de pervertirlo.
Luego, como regla, los tres se lanzaron contra sus opositores.
Primero, la negación: trataron de desacreditarlos, hacerlos desaparecer
en el tumulto de información comprada. De allí, pasaron a corromper en
masa: buscaron jalar a sus círculos de corrupción a cuanto personaje
pudieran. En el tramo final, los tres gobernadores icónicos del peñismo
no sólo mantuvieron la guerra sucia contra sus opositores: también los
menospreciaron.
Y ese fue, creo, su gran error.
Es evidente que no estaba en sus planes que el PRI perdiera las
elecciones.
Se comportaron como si fueran a entregarle las cuentas a un
colega o a un socio que no los persiguiera. Como si fueran a conservar
“la plaza” –dirían los criminales–: así como en Estado de México y en
Coahuila. Tenían razón al considerarse impunes. El Gobierno de su jefe
político, Enrique Peña Nieto, les mandó ese mensaje. No fue por ellos
ni cuando cometían el asalto a las finanzas públicas –y allí tienen un rol
bien jugado José Antonio Meade y Luis Videgaray– ni cuando dejaron
el cargo. Pero no dimensionaron qué tanto había sedimentado en la
gente el daño que provocaron y perdieron las elecciones.
Y entonces,
los nuevos gobiernos fueron por ellos: mientras la Procuraduría General
de la República se hacía maje, las autoridades locales los persiguieron.
Finalmente, Duarte uno fue arrestado en Guatemala por presión
de Veracruz; Borge cayó en Panamá por acciones de Quintana Roo. Y
Duarte dos es prófugo de la justicia y claramente un protegido desde
la cúpula no sólo del Gobierno federal, sino del PRI, en donde sigue
ocupando su lugar. Ahora, creo, el Gobierno federal repite el patrón de
conducta de los tres gobernadores icónicos del peñismo. Menosprecia
a la oposición, y le carga la mano. No cree que perderá la elección en
2018 y apuesta su todo a que llegue un José Antonio Meade.
Me parece que la cúpula peñista se está jugando muchas cosas al
menospreciar el daño que ha hecho, el desprestigio que ha acumulado.
Se juega demasiado al menospreciar a la oposición.
Se la juega, como se la jugaron los Duarte y Borge. Y puede perder.
Ahora, también en el ocaso, el Presidente menosprecia a la
oposición, le falta el respeto y se arriesga al máximo. No parece darse
cuenta que Andrés Manuel López Obrador es un fenómeno brutal y
que, si gana las elecciones –todo indica que así será–, habrá pocos
ejemplos internacionales de un movimiento social, como Morena,
que en apenas tres años nace, crece, y asume la Presidencia. Y
también menosprecia a Chihuahua, y también se equivoca, Peña, con
Chihuahua.
Durante muchas décadas, esa entidad ha acumulado un justo
reclamo contra el centralismo, y el chihuahuense crece pensándose
robado por el centro. Ahora, al detenerle recursos públicos, Peña Nieto
ha acentuado ese sentimiento de injusticia y ha alimentado los ánimos
de reclamo. Pero hoy no sólo alimenta el reclamo por ese dinero que
le corresponde a los chihuahuenses; alimenta, además, un reclamo de
justicia: es claro que Chihuahua quiere a César Duarte enfriándose en
una celda por bandido. El destino de los tres gobernadores icónicos
del peñismo no le ha servido al propio peñismo para aprender que así
menosprecie o intente aplastar a la oposición, la oposición respira. Y
todos esos opositores que menosprecia, como los que están en Morena
o los que se levantan en Chihuahua, querrán a su César Duarte en
prisión.
El peñismo ha entrado al periodo de degradación que es normal en
el último año. Pero no se lo toma con dignidad y prudencia, sino retando.
Lo hace de una manera tan poco razonada –como lo hicieron los
gordos– que será necesario que cualquiera de los muchos opositores
ofendidos considere, para hacer viable su propio gobierno, abrir la
herida, raspar hasta el hueso y sacar a los podridos y los podridos
son, mayoritariamente, los del círculo peñista (gobernadores, alta
burocracia, incluso secretarios. Algunos dicen que hasta el Presidente).
Dentro de unos meses podría darse un cambio mayúsculo en México
que convertirá a cada peñista en un Duarte en potencia.
Creo que Peña Nieto se equivoca con Chihuahua. Allí, en esas
tierras, basta un chispazo para que los ciudadanos se suban al tren.
Y una vez arriba del tren, no se bajan hasta que tope con algo. Así
lo demostraron los chihuahuenses durante todo el Siglo XX. Así lo
demostraron apenas unas décadas atrás. De los desiertos ha hecho
ciudades; en las laderas nevadas ha cultivado su maíz para vivir: se
equivocan con Chihuahua. Chihuahua sabe resistir. Y cada vez que
Chihuahua se incendia, chequen la Historia, le sale humo al resto del
país.
Creo que el Gobierno de Peña actúa como actuaron sus tres
gobernadores icónicos. A nadie extrañe que, en el futuro inmediato, el
destino del peñismo sea el mismo que el de los tres gordos.
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