sábado, junio 09, 2018

Un burro de alcalde

Por Gustavo González Godina

+ En mi tierra era producto de los asaltos por las minas de Bolaños
+ Pero si no lo saca la persona indicada, se vuelve carbón o arena

Mi tía Patrocinio fue unas de las personas -que conocí de cerca- que se encontraron dinerOpciones
o enterrado en su casa del pueblo donde vivía, en Totatiche donde viví yo también durante siete años, los de mi educación primaria en el Colegio Cristóbal Magallanes, al que mi papá me llevó a cuerazos el primer día de clases. No quería yo ir pero me obligó, quedaba el plantel como a ocho cuadras de la casa donde vivíamos y me arreaba un par de cinturonazos cada cuadra, en promedio. A llore y llore y con las nalgas moreteadas llegué por fin a conocer las aulas. Si hubiéramos vivido en Estados Unidos lo demando para que lo metieran a la cárcel. 
Ahora se lo agradezco. 
Mi tía Patrocinio también era tía de mi papá, porque era hermana de su madre, de mi abuela doña Teresa Orozco. Andrés González Orozco se llamaba el golpeador de menores que no querían ir a la escuela, Don Andrés, y aunque a mí no me puso por nombre Simón, sí era yo el Gran Varón de la familia, porque fui el primer hijo después de mi hermana la mayor. Doña Patrocinio Orozco fue la primera mujer afortunada de la que tuve noticias, porque se encontró dinero enterrado ¡dos veces!, ¡mucha lana! 
Era mi tía una buena persona. Yo apenas la conocí y muy apenas la recuerdo porque hará de eso unos 57 años; y ya era vieja, tendría más de sesenta, pero sí recuerdo que no era rica -todavía-, y que aun así ayudaba a la gente que menos tenía. Y me acuerdo -Ahora que me acuerdo- porque me mandaba a mí a llevarle a alguna señora muy pobre una bolsa con dos o tres kilos de maíz, apenas la podía yo. La mayoría de los lectores aquí y ahora se preguntarán para qué regalaba mi tía Patrocinio unos kilos de maíz y para qué lo quería la señora más pobre, bueno pues porque en ese tiempo y en ese lugar todo mundo hacía sus propias tortillas; ponían a cocer el maíz, le agregaban una poca de cal no sé para qué, y el grano se convertía en nixtamal, el cual se molía en el metate para convertirlo en masa y ésta a su vez en tortillas. Y había gente tan pobre que no tenía ni para tortillas, a esa era a la que ayudaba mi tía, porque Ella tenía por lo menos maíz que sembraba y cosechaba su marido en el rancho de La Agua Zarca donde nací yo también. 
Su marido se llamaba Porfirio Arteaga y era más viejo que Ella. La gente que lo quería le llamaba Pilo de cariño, y sus malquerientes -que también los tenía- le apodaban El Coyote, nunca supe por qué. Vivían por la calle principal del pueblo, a tres cuadras de la Parroquia de la Virgen del Rosario, Patrona del lugar, y a dos de la plaza que había frente al Palacio Municipal, donde los domingos en el kiosco mi tío Cecilio tocaba el bajito en la banda municipal. 
La casa estaba en una esquina y era grande, bueno, cuando está uno chico todo le parece grande, el caso es que era una casa vieja, de adobe como casi todas las casas viejas de entonces, y tenía un corral donde se guardaba a las bestias (caballos y mulas) en las que se iba y venía del pueblo al rancho y viceversa, ocasionalmente había también algún burro, y de noche, casi siempre, tres o cuatro vacas que eran ordeñadas por la mañana y llevadas luego junto con sus becerros (que dormían separados de sus madres, ahora sí que para que no mamen) a algún potrero en las afueras del pueblo para que pastaran todo el día, casi todo el día, porque en la tarde había que ir por ellas para traerlas al pueblo, encerrarlas y repetir la rutina. 
Menciono especialmente lo del corral porque es la parte central de esta historia. Además de las bestias y las vacas, normalmente había en éste uno o más cerdos, que aunque usted no lo crea comían, además de maíz y los desperdicios de comida, excremento. Yo creo que por eso les llaman además de cerdos, puercos y marranos, cochinos. No había drenaje en el pueblo y supongo que sólo los ricos tenían alguna fosa séptica en su casa o muy cerca de ésta, la mayoría de las casas tenían, en cambio, un corral más o menos amplio -como aquella en la que vivían mi tía Patrocinio, El Coyote y sus hijos-, del cual en un apartado (un reservado se dice ahora) estaban el marrano o marranos, y el mismo era usado como baño o sanitario, aunque de sanitario obviamente no tuviera nada. El caso es que mientras la persona desahogaba sus necesidades fisiológicas, en cuclillas, tenía que estar espantando con una vara o un palo al cochino animal, que tarde se le hacía para darse un banquete. ¡Guácala! pero esa era la costumbre. 
Y sucedió que en una ocasión, mientras la Tía espantaba al marrano, en algún momento en que éste dejó de molestar ella empezó a picarle al muro de adobe con la punta del pedazo de madera que usaba para ese fin. Y ¡ándale! que a poco de estar haciendo eso brotó de la barda una cascada de monedas de oro, estaban en un cántaro empotrado en el muro y adiós pobreza. 
Y no paró ahí la cosa. Tiempo después, no mucho, sucedió que mi tía Patrocinio andaba en el mismo corral, en el que caían los chorros del agua que se juntaba en la azotea de la casa cuando llovía, a través de lo que llamaban canales, que eran unos conductos de barro cocido que sobresalían de la casa a la altura del techo y que servían para ese fin. Todas las casas los tenían, unos daban a la calle y otros como en este caso al corral de la casa. Pues ¡ándale! que otra vez mi tía andaba tratando de tumbar un panal de abejas con un palo largo, y por equivocación le pegó a una de las canales, que se rompió y brotó ¡otra vez! una cascada de monedas de oro. ¡Coño! eso sí que es tener buena suerte, dos veces un hallazgo de dinero enterrado. 
Se volvió rica la familia y mi tía Patrocinio -haciendo honor a su nombre- siguió ayudando a la gente más pobre, ahora con más ganas y con más recursos, pues sentía Ella que el Ser Supremo le mandó esa lana para que siguiera echándoles la mano a los más necesitados. Mi tío Pilo (tío político, marido de mi tía abuela) no sintió lo mismo, por algo le apodaban también El Coyote, Él sintió que era su oportunidad de dedicarse a la política, tenía con qué y ya no necesitaba trabajar en el campo sembrando maíz ni llevando y trayendo vacas. No tenía ninguna instrucción escolar, no sabía leer ni escribir, pero le sobraba el dinero y eso compensa otras carencias. Además de que no era pendejo, era ignorante que es diferente, así que se lanzó como candidato (del PRI por supuesto) a la presidencia municipal y ganó, faltaba más… 
Y sucedió que al día siguiente de la elección, una vez que se supo del triunfo de don Porfirio Arteaga, del Tío Pilo o el Coyote, amaneció en el kiosco de la plaza frente al palacio municipal un burro, no sé cómo lo subieron porque había escalones, pero lo amarraron del barandal y le colocaron una banda que decía: “C. Presidente Municipal”. Por supuesto que a la nueva primera autoridad le valió madre la ofensa y gobernó todo el trienio en medio de su ignorancia. 
Yo lo recuerdo más a Él que a mi Tía, porque a partir de entonces andaba el hombre siempre de traje, con un chaleco bordado bajo el saco y un sombrero de pana, muy elegante el C. Presidente Municipal de Totatiche, Jal.; y aún después, lo recuerdo ya muy anciano, caminando con dificultad pero muy elegante, se le quedó la costumbre. El hábito no hace al monje, pero lo distingue. Qué tal… 
Le contaré de otros conocidos que se encontraron dinero enterrado, y de cómo escuchaba yo por las noches que se caía el trastero de la cocina en la casa donde vivíamos, era la señal, pero yo no lo sabía…

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