Javier Contreras
El prisionero desde su mazmorra, veía pasar los
días lentamente por una pequeña ventana que miraba
a la libertad. Veía poco, pero podía ver. Veía las nubes
pasar, oía el viento soplar y al arroyo correr bajo su
ventana. Una rama florida, en ocasiones se asomaba
tímidamente hacia la celda, como queriéndolo saludar.
Un día oyó el canto de una chica que fue a recoger
agua al riachuelo. Sólo oyó su voz, no la pudo ver, pero
se la imaginó bella y gentil… y a partir de ahí, esa fue su
razón de vivir: todos los días al despertar, se imaginaba
que ese día la escucharía de nuevo, que la oiría cantar,
y eso le daba gozo a su soledad. La niña unos días
iba al arroyuelo y otros no, pero el prisionero estaba
atento a escucharla y su corazón sonreía cuando la
escuchaba, adornando la vida con su sola presencia
y cuando no la escuchaba, el prisionero se ilusionaba
pensando que de seguro mañana si vendría por agua.
Así pasaban los días. Un día, el prisionero vio
que con esfuerzo podría tomar una pequeña flor de la
rama que se asomaba a su celda, y pensó arrojarla a
donde creía que estaba la corriente de agua; y así lo
hizo. Se imaginó que la chica vería su flor, la recogería
y entendería que la envió alguien que pensaba en ella.
Gozó suponiendo que la bella criatura se pondría feliz
cada que viera la flor corriente abajo, que iría presurosa
a tomarla, que la podría de adorno en su pelo y que
cantaría y bailaría de gusto pensando en su “amado”:
y eso lo hizo ser feliz y le dio sentido a cada día de su
existencia.
A partir de ahí, el prisionero todos los días
tomaba una flor y la arrojaba hacía donde suponía que
estaba el torrente y creía oír que a partir de entonces, la
niña iba a recoger agua con más regularidad, y supuso
que ahora ella cantaba con más alegría y que subía
el tono de su voz como para darle a entender a él que
había recibido su mensaje, que estaba feliz de saberse
amada y que por supuesto, que le correspondía con
todo su corazón. El se llenó de gozo y se le iluminaron
sus días y sus noches, y su soledad se pintó de colores;
por imaginarse que alguien pensaba en él, que cantaba
por él y para él, que iba al agua pensando en él y que
subía el tono de su canto para que él la escuchara y
supiera que lo amaba.
Todos los días, el prisionero esperaba con ansia
el nuevo amanecer y desde el alba aguzaba el oído
para escuchar indicios de que su quimera estuviera en
los alrededores; y entonces, cuando la creía presente,
enviaba su flor a la corriente de agua y soñaba que
ella estaba atenta esperando ver llegar su envío. Se
imaginaba que ella estuvo toda la noche esperando,
como él, a que amaneciera para poder ir presurosa al
río y pretextando el tener que conseguir el agua para
su casa, estar cerca de su amado. Y suponía que ella,
desde lejos dirigía su mirada presurosa al lugar desde
donde aparecían las rosas en el arroyo, y suponía que
ella suspirando de amor las recogía y las llenaba de
besos que idealmente irían dirigidos a aquel que en la
lejanía también suspiraba de amor por ella. Él estaba
atento a cualquier indicio que le sugiriera que su amor
había llegado, que juntaba su agua sin dejar de ver
hacia donde él estaba y que lo hacía especialmente
lenta para estar más tiempo cercana a él, y que los
pajaritos cantaban especialmente para ellos, pues eran
sus cómplices; y que las mariposas les intercambiaban
mensajes…
Él hubiera jurado que el universo entero se
confabulaba para celebrar a los amados, y por ello
empezó a notar que los pajaritos cantaban más y que
sus melodías eran cada vez más bellas; creyó ver que
las mariposas hacían grandes esfuerzos por
asomarse a su ventana, seguramente llevándole un
mensaje de su amor. Creyó ver que la luz inundaba
hasta derramarse en su celda y que hasta los pequeños
insectos que habían hecho de la celda su casa, eran
bellos y de cromáticos colores. Y qué decir de la
luna, que a partir de ahí, insistía vehementemente en
meterse por la pequeña ventana, sólo para desearle
buenas noches y vigilar su sueño.
Después de esto, él creyó que la niña ya no habitaba
más en el prado cercano, sino que vivía siempre en su
corazón y ahí cantaba y ahí bailaba y ahí jugaba con
el agua que se escurría juguetona entre sus dedos;
y el prisionero ya no vivía más en su celda, sino que
correteaba por el prado cercano junto a una nube de
mariposas que lo seguían por todas partes, sin tener
él más oficio que saltar y danzar y escoger las flores
más lindas para llevárselas a su amada. La luz había
llegado a su corazón… no estaría más sólo en aquella
pocilga.
Aquel prisionero, que bajo el peso de su inmensa
soledad, hubiera agradecido hasta las lágrimas la
misericordia de un sola palabra de amistad; pero que
ante la ignorancia de los demás mortales que por no
haber vivido el olvido y soledad, no lo podían entender y
ayudar; encontró en su mente el único aliado del podía
echar mano en sus momentos de angustia. Su cuerpo
seguía encarcelado, pero ahora que se imaginaba
amado, su espíritu volaba por los aires sin que hubiera
barrotes que lo pudieran detener.
Sólo así puede sortear alguien la
soledad. Porque el grueso de los seres
humanos no podemos entender el
sufrimiento de otro, en tanto no hemos
pasado por una situación semejante.
Y como la mayoría no ha llegado a
viejo, nunca podrá entender la soledad
y abandono en que viven muchas
personas mayores o enfermos. Decía
Gabriel García Márquez que “el secreto
de una buena vejez, es un pacto
honrado con la soledad” Y sí, salvo que
se nos ocurra morirnos jóvenes, casi
todos llegaremos a viejos y entonces
nos daremos cuenta de lo que significa
estar arrumbados en un cuarto al fondo
de la casa, con el escueto consuelo
de algunos saludos de cortesía; porque cada uno de
los miembros de la familia siempre tendrá cosas más
importantes qué hacer, que dedicarle tiempo al “viejo”;
o a la anciana madre, que se consume en su rincón,
con el escuálido consuelo de las viejas oraciones que
se sabe de memoria y que ya no se acuerda para qué
sirve cada una de ellas.
Los viejos sólo se dan cuenta de lo que significa
la soledad, hasta que ésta se convierte en su única
compañera de vida; y entonces advierten tardíamente,
que ellos a su vez, en su momento, dejaron desatendidos
a “sus viejos”, porque siempre tenían “muchas cosas
importantes qué hacer” y no tenían tiempo que les
sobrara para perderlo con la gente mayor. Es fácil
aceptar a un nuevo bebé como miembro de la familia y
modificar la rutina de todos para adaptarse a él; pero
no es tan fácil aceptar que un viejo llegue a trastornar el
ritmo de vida de una familia ya establecida: con mucha
frecuencia se le verá como un mal que no se puede
eludir, y salvo honrosas excepciones, se le verá como
una lata que se atiende dedicándole lo estrictamente
necesario. En muchos casos en que hay varios hijos,
siempre es uno o dos de ellos los que le dedican
atención al viejo y el resto de la familia simula que
está al pendiente pero se retiran con cualquier pretexto
fingiendo muchas ocupaciones… hasta que a su vez
lleguen a viejos o se enfermen… y vean desfilar con
desgano a los demás ante su rincón… y piensen: ¡ah!
¡Hubiera atendido a mi viejo!
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