Por Gustavo González Godina
+ Eran sólo unos huesos a la orilla de la carretera
+ En horas se supo de quién eran y quien lo mató
Antes de radicar en Tepatitlán a partir de septiembre de 1991, a
donde llegué por el motivo que ya les conté, porque deseaba estar
cerca de mis padres que vivían en Guadalajara, viví casi 10 años en la
ciudad de Acayucan en el sur de Veracruz, a donde llegué por invitación
del licenciado Ángel Leodegario Gutiérrez para dirigir el Diario del Sur,
un periódico muy modesto pero muy influyente, entre otras cosas
porque era el único en la región, que abarca además del municipio
mencionado a los de Oluta, Soconusco, Jáltipan, Sayula, Texistepec,
San Juan Evangelista y Hueyapan, por lo menos, aunque cuando hay
nota se vocea también en Rodríguez Clara y en Isla por un lado, y en
los municipios de la sierra por el otro, desde los que están al pie de
la misma y que son Chinameca y Oteapan, hasta los de mero arriba:
Soteapan, Pajapan, Mecayapan y Tatahuicapan. Eventualmente
llega a Cosoleacaque y en aquel tiempo hasta Catemaco. Había otro
periodiquito que intentó por un tiempo hacerle la competencia al Diario
del Sur, el de Rosalino Guillén que se llamaba el Diario del Golfo, pero
nunca pudo…
No había computadoras aún, no por lo menos en el Diario del
Sur. En el Diario de Veracruz (del Puerto) donde trabajé antes y de
donde me corrieron (a mí y a otros 45 trabajadores, en otra ocasión
le platicaré por qué), sí había ya unas máquinas para capturar textos
(además de las tradicionales máquinas de escribir) que estábamos
estrenando, y unas impresoras enormes, cabían dos en un cubículo
de… qué serían… cuatro por cuatro metros, dos máquinas en 16
metros cuadrados, en las que se imprimían los textos y las cabezas (de
diferentes tamaños) aparte, mismos (y mismas) que luego recortaban
los formadores con un cutter, exacto le llaman también, para luego
armar cada plana como si fuera un rompecabezas, con fotos además,
algunas de las cuales tomaban y revelaban los fotógrafos locales, y
otras que llegaban de lejos no sé cómo, nunca lo entendí por más
que me metía con Lety al cuarto obscuro para ver cómo las revelaba,
bueno, lo de ver es un decir porque en la obscuridad no se puede ver,
para tocar más bien… Lo de los textos que llegaban de la Agencia
Lemus de la Ciudad de México sí lo podía yo entender, pues veía
cómo trabajaba el llamado teletipo, pero la recepción de fotos en aquel
entonces sigue siendo para mí un misterio.
Eso en el Puerto de Veracruz, en lo que fue primero el Diario de
Veracruz de don Rubén Pabello Acosta, cuyo primer director fue Enrique
Gómez Ramírez, fundador también del periódico Ocho Columnas en
Guadalajara; y El Universal de Veracruz después, cuando lo vendió
el también dueño y fundador del Diario de Xalapa. En Acayucan no
había ni eso, la composición del Diario del Sur se hacía a base de tipos
movibles, las cabezas con letras de metal, individuales y de diferentes
tamaños, y hasta de madera las más grandotas, y los textos a base
de unas barritas de plomo y estaño (caliente la mezcla, hirviendo) que
salían del linotipo, máquina que aprendí a manejar aunque no era esa
mi función, sino del linotipista, pero me llamaba la atención, lo mismo
que la formación de las cabezas, cuyas letras estaban al revés, para
que a la hora de imprimir, en una prensa plana porque tampoco había
todavía una rotativa, se pudieran leer en el periódico en forma normal.
Logré entenderle pues al linotipo, a la formación y a la prensa, podía
hacer cualquier trabajo, aunque mi chamba estaba en la Redacción,
como reportero y como editor.
Cuando llegué a trabajar al Ocho Columnas de Guadalajara
en 1991, a la entrada del moderno y funcional edificio (que estaba
entonces dentro del campus de la Universidad Autónoma), había un
linotipo que parecía nuevecito, impecable y que lo tenían encerrado
en una vitrina, como una pieza de museo, sólo para que vieran los
visitantes las máquinas que se usaban antiguamente en la elaboración
de un periódico. Al entrar y verlo le dije con toda naturalidad a mi
compadre Conrado: Mira compadre, yo sé manejar esa máquina. Se
me quedó viendo fijamente a la cara y con cara de ‘este guey está
bien loco’ me dijo: “Ah… no inventes compadre, eso se usaba hace
mucho, es sólo una pieza de museo”. Es un linotipo -le dije- y yo lo
sé manejar. “Achis achis los mariachis… -le entró la curiosidad-, pues
¿cómo hacían el periódico allá donde estabas?”
Y bueno, le expliqué en el mismo tono de sus chingaos mariachis,
le dije: Mira, primero cada reportero agarraba su losa de cantera del
tamaño de una página, su martillo y su cincel, y comenzaban a redactar
sus notas. Estos no batallaban tanto, el problema era para grabar las
fotos porque era un trabajo más delicado, y ¡ah! cómo renegaban los
voceadores que lo tenía que repartir… Y ya se quedó callado, no sé
si me creyó o no que sabía yo manejar el linotipo, pero de que sabía,
sabía.
Tan sabía que en más de una ocasión le ayudé a algún linotipista
con su trabajo. El problema era que cuando me sentaba ahí a tipear
(así se le llamaba a ese trabajo), era yo la única persona que estaba
en el taller, y sin embargo sentía que había alguien atrás de mí,
tenía yo la sensación de que una persona me estaba mirando a la
espalda y volteaba yo hacia atrás, giraba la cabeza bruscamente para
sorprenderlo pero no había nadie. Así una y otra vez, hasta que le
platiqué al linotipista de en la noche (había dos, uno por la mañana y
al mediodía, y el otro por la tarde y noche) que se llamaba o le decían
Tino y se apellidaba Venancio. Le dije ´oye qué carajos pasa aquí, que
siempre que estoy solo tratando de tipear algún texto, siento que hay
alguien atrás de mí cuando en realidad no hay nadie´.
-“Ah, no te preocupes -me dijo-, es el hijo de Casabón que
se ahorcó ahí en ese cuarto”. Se refería al cuarto obscuro donde
revelaba sus fotos mi amigo Enrique Reyes, que estaba a escasos
dos metros del linotipo. Y ya me platicó que el muchacho, hijo de un
voceador de Soconusco, se había suicidado por motivos que nadie
conocía, colgándose con una reata al cuello que amarró de una
viga en el cuarto obscuro. Todos los demás que trabajaban en el
taller, los dos linotipistas, el formador, el prensista y su ayudante ya
estaban acostumbrados a esa presencia, pero yo ni sabía que había
muerto alguien en el cuarto obscuro, mucho menos que se hubiera
ahorcado… Empecé a ir cada vez menos al linotipo si no había
nadie más en el taller, y por supuesto que no volví a entrar al cuarto
obscuro para no toparme con el hijo de Casabón.
Marcelino Ortiz Casabón era junto con don Genaro Osorio uno
de los dos mejores voceadores que tenía el Diario del Sur, cada día
llegaban a las 5 de la mañana, uno desde el vecino municipio de
Soconusco y el otro de más lejos, de Sayula de Alemán, y se ponían
a compaginar y a contar sus periódicos. Según la nota que hubiera
se llevaban 100, 200 o 300 ejemplares cada quien, y no devolvían ni
uno. Don Genaro era un hombre serio, de pocas palabras; Casabón
en cambio (igual de viejos ambos) era parlanchín y se podría decir
que hasta chismoso, así que me servía además como reportero
porque con frecuencia me llevaba chismes, y no platicados nomás,
los escribía en un pedazo de papel periódico, el problema era para
entenderle a su letra.
Por eso el día que me llevó el mejor chisme de su vida le dije que
mejor me lo platicara. Ya lo había pensado Él así, porque además se
trataba de un chisme comprometedor, que lo podría poner en peligro si
se sabía quién me había informado del asunto, así que me lo dijo casi
en secreto. Resulta que ese día habíamos publicado la noticia de que a
un costado de la carretera que conduce de Acayucan a Coatzacoalcos,
en el tramo comprendido entre Acayucan y el entronque del camino
a Soconusco, había encontrado alguien un esqueleto humano, la
osamenta de una persona cuya única posibilidad de ser identificada
era una bota tipo minero que había cerca de los huesos. No se sabía
ni cuánto tiempo llevaban ahí entre los matorrales, ya los habían
limpiado incluso entre los animales carroñeros y los perros, imposible
saber de quién se trataba. Bueno, pues antes de empezar a contar
y a compaginar sus periódicos, Casabón estuvo leyendo la nota del
hallazgo y sólo asentía con la cabeza, ni me dijo nada ni le pregunté,
sólo noté su interés por la nota pero creí que se debía a que ese asunto
le ayudaría a vender…
Pero no. A media mañana, ya cerca del mediodía, llegando yo a la
oficina del Diario llegó también Casabón. Más misterioso que nunca,
me llamó aparte y me dijo: “Godina, ora sí te traigo un chisme bueno”.
Pues platícamelo -le dije-, porque luego no le entiendo a tu letra. “No,
ni Dios lo quiera que te lo vaya yo a escribir, te lo voy a decir pero con
la condición de que no digas quién te lo dijo, por ningún motivo me
menciones, porque me puede costar la vida”. ¡Ah chingá chingá…!
“Yo sé -dijo- de quién son los huesos que hallaron a la orilla de la
carretera… lo asesinaron, se llamaba fulano de tal, lo mató zutano
hace como seis meses… y aún está escondido en el rancho de un
ganadero que se llama así y así, ahí trabaja nomás dándoles de comer
a los animales, pero no sale para nada por temor a que lo vayan a
agarrar. Ah, y lo mató a machetazos por problemas que tuvieran a
causa de una mujer”.
Me quedé estupefacto… ¿cómo sabía tanto este hombre?, si es
que era verdad lo que me estaba diciendo. ¿Me autorizas -le preguntéa
que se lo diga al comandante de la Policía Judicial, antes de que
publiquemos tu historia para que no se vaya a pelar el asesino? “Dile
-me contestó-, nomás a mí no me metas para nada, porque no quiero
tener problemas”.
Le llamé pues al comandante, que en ese tiempo era Vicente
González Mendoza, y le dije que deseaba comentarle algo, que si nos
podríamos ver enseguida. Me dijo que con mucho gusto, que de una
vez y me invitó a comer. Durante la comida le dije: Pues fíjate que
los huesos que hallaron ayer son de fulano, lo mató zutano y está
escondido en el rancho de perengano. “¿Y tú cómo sabes?” -fue su
primera reacción. Pues… me lo dijo un pajarito. No, me lo acaba de
contar un amigo que no quiere que se sepa quién es, pero yo le creo.
“Pues yo también -dijo Vicente, a quien le apodaban el Cara de Leóny
ahorita mismo lo vamos a comprobar”. Llamó a su gente, llegaron
dos camionetas con elementos fuertemente armados y se despidió el
Comandante de mí, ni siquiera terminó de comer.
Todo era cierto. Se trajeron detenido al homicida, que se ocultaba
en el rancho indicado, y que confesó cómo y por qué había matado al
dueño de los huesos hallados a la orilla de la carretera entre la maleza.
El comandante de la Policía Judicial en Acayucan se anotó un 10,
quedó como el más brillante de los investigadores, porque en cuestión
de horas resolvió un crimen a partir del hallazgo de los huesos de un
desconocido.
Desconocido para todos, menos para el asesino y para Casabón
que se sabía toda la historia, y que no quiso ningún crédito porque
el miedo no anda en burro. El crédito fue para el Cara de León, que
quedó muy agradecido aunque tampoco Él podía decir cómo le hizo
para resolver tal enigma. Nosotros simplemente publicamos al día
siguiente la noticia, de que el crimen del esqueleto había sido resuelto
en menos de lo que canta un gallo tartamudo.
Le contaré cómo llegué a Acayucan en 1982, y cómo tuve qué
padecer ahí los tiempos del cacicazgo violento de Cirilo Vázquez
Lagunes, a quien muchos años después le desfiguraron la cara y
el cuerpo a balazos, matando también a su suegro de turno y a los
policías que lo escoltaban.
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