Javier Contreras
No todas las parejas son parejas, la mayoría son muy
disparejas; no se aman igual el un al otro, siempre hay
uno que ama más, aunque el que ama menos siempre
piensa que ama más. Pero eso no lo podemos discutir
porque no hay un aparato como el termómetro, que
pudiéramos poner a la persona y medir su capacidad de
amar; este asunto siempre va a quedar a nivel estimativo.
Cada uno piensa que ama al otro suficiente o hasta más
de lo normal, y a veces cree que no es correspondido
en la misma proporción en la que él da… pero eso es
también una constante en la vida… con frecuencia cree
uno que la vida le queda a uno debiendo y que no es
pareja… y tal vez sí o tal vez no…
Todos creemos que amamos, y sí, sí lo hacemos;
pero hay de amores a amores: no es lo mismo amar
a tu perrito que tu hijo; aunque no falta quien sustituya
un amor con el otro. Pero también hay un tipo de amor
a la pareja, que es diferente que a los hijos, que a los
hermanos, que a los amigos, que a la humanidad, que a
la naturaleza; aunque todos tienen un punto en común:
el deseo de cosas buenas, o manifestación de buena
voluntad, hacia lo amado. También el amor es diferente,
según nuestro nivel personal de desarrollo: cuando uno
es bebé el amor a nuestra mamá es muy interesado y
egoísta; dice uno que la quiere mucho, pero lo real es que
de ella salen todos los satisfactores que uno necesita; si
tenemos hambre, llega la mamá con el biberón y asunto
resuelto; si tenemos sueño, frío, si estamos sucios, etc.,
siempre llega la mamá y mágicamente nuestro problema
desaparece; entonces cada que la vemos nos sentimos
felices, pero es puro egoísmo, es pura conveniencia;
nos sentimos felices de verla porque cada que la vemos
nos satisface una necesidad, no porque queramos hacer
algo por ella. En cambio el amor de la mamá por el bebé
es amor puro, ella siempre está dando y el otro zángano
nomás recibiendo; pero el caso es que la mamá, como
su amor es puro, no ocupa retribución; ella atiende al
bebé y con el sólo haberlo hecho, ya se siente retribuida
suficiente y demás.
Pero, entre el amor puro de la mamá y el amor egoísta
del bebé, hay una enorme escala de grises, en donde
estamos ubicados nosotros, simples mortales, con
una imposibilidad práctica para definir dónde estamos
parados… pues todos creemos que amamos mucho;
pero también el bebé zángano lo cree, (y está seguro
de que la quiere con toda el alma, aunque su amor
no pase de un sentimiento de felicidad cada que
ve a la persona que siempre le está satisfaciendo).
Igual nosotros de adultos, podemos confundir el amor
que sentimos por nuestra pareja, con el sentimiento de
felicidad que experimentamos al ver a la persona que nos
satisface cotidianamente. Por esta confusión resultan
muchos divorcios, pues creían que amaban al otro ( es
decir creían que sentían satisfacción con sólo disfrutar
de la presencia del otro, con sólo procurar su felicidad)
cuando en realidad se sentían felices de estar cerca
de quien los satisfacía… por eso, en cuanto no
necesitaron biberón que les pudiera proporcionar el otro
o quisieron un biberón de otro sabor, dejaron de sentir
felicidad con su pareja y pensaron en buscarse otra que
les satisficiera su nuevo deseo. En esos casos, puede
ser que cuando menos uno de los dos miembros de la
pareja, tenía amor infantil, como el de un bebé: sólo
buscaba quien lo satisficiera.
Como la mayoría de las personas no hemos logrado
nuestro pleno desarrollo, no somos 100% adultos;
todos somos medio adultos y medio niños, en diferente
proporción cada quien. Y en la medida en que somos
un poco niños; cuando nos relacionamos con los
demás, lo hacemos como lo hace un niño; es decir, no
establecemos relaciones entre dos adultos, sino entre
uno que es un tanto por ciento niño con otro que es otro
tanto por ciento niño; pero cada uno creyendo que
es adulto, muy adulto, suficientemente adulto. Entonces,
como partimos de esta lógica, de que nosotros estamos
bien, la única explicación plausible, es que cuando las
cosas no funcionan, es culpa del otro. Pero decíamos
que somos medio niños, niños en cierta proporción; Y
por eso, porque no somos completamente adultos, es
que no nos podemos ver a nosotros mismos… y darnos
cuenta de hasta dónde somos adultos o hasta dónde no
lo somos.
Entre más niño es una persona, más, al relacionarse
con otros, buscará inconscientemente, que su pareja
haga el papel de papá o mamá, es decir de un satisfactor
de necesidades. Y ojo, no lo hace conscientemente,
sino inconscientemente. Así, conscientemente pensará
que busca pareja para establecer una relación de
adultos, pero inconscientemente, estará buscando a la
mamá o al papá que le ayuden a seguir viviendo su vida
de siempre, es decir de niño (que él cree que será una
vida de adulto, porque así piensa él que es la vida de un
adulto).
Un adulto es alguien que se puede hacer cargo
de su vida y de la de otros; un niño es alguien que
necesita a una “mamá” o a un “papá” que se hagan
cargo de su vida, que depende de otro que le solucione
sus problemas, independientemente de la edad que
tenga. Entre más adulto sea una persona, más será
capaz de solucionar sus asuntos personales (desde
conseguir comida, o recoger su basura hasta lavar sus
propios calzones o conseguirse su propia compañía);
entre más niño sea alguien, más dependerá de que
“otros”, llámese mamá, esposa o lo que sea, le resuelvan
la vida, más se lamentará de que la vida o los otros son
injustos, porque no le dan lo que él espera, lo que él
cree que merece, etc.
Desde esta lógica, entre más discuta una pareja,
será que sus miembros son proporcionalmente más
niños; entre menos discutan, podría llegar a significar,
que son más adultos… podría. Porque una pareja que
discute mucho, más que pensar en dos adultos que no
se ponen de acuerdo, tendremos que pensar en dos
niños discutiendo por un juguete, dos niños exigiendo
que el otro se adapte a ellos, o dos perros peleando
por definir quién es el jefe. Un adulto completamente
desarrollado, al relacionarse con un niño, cede: no pelea
por un juguete, sino que se lo cede al niño; no pelea por
dónde jugar, sino que se adapta al menor. Un adulto,
por que es consciente de su mayoría de edad con
respecto al bebé, sabe que no necesita demostrárselo,
sabe que no necesita ganarle; y más bien al suponerlo
indefenso, su primer impulso es protegerlo, no
pelear contra él. Siempre, el más adulto de los dos en
una relación, se adaptará al que actúa más como niño;
pero el más niño de los dos, por su misma inmadurez,
no estará consciente de que jalaron con él, sino que
pensará que ganó porque le asistía la razón: creerá,
que convencieron sus argumentos; supondrá, que el
otro se rindió ante la fuerte evidencia de sus razones; y
esta conclusión tonta que deduce el insensible, será el
motivo de nuevas y constantes disputas en la familia y
en la pareja.
Y decíamos que en una pareja, el más maduro es el
que cede; pero también puede ser que el que tolera, sea
el que más ama. Y puede ser que ame mucho, y por ello
consienta mucho. Todos sabemos de personas que en
discusiones familiares, siempre ceden ante el otro, “para
llevar la fiesta en paz”; pero esto da como resultado una
de dos: el que siempre jala, o se hace santo o truena; y
el que siempre se sale con la suya: se transforma en un
eterno niñote o niñota (aunque tenga muchos años de
edad) acostumbrado a que en su casa todo se haga
a su modo, y toda la familia se tiene que hacer a la idea
de que en ese ambiente o se baila al son que la mamá
o el papá toca o arde Troya. Son seres intransigentes,
acostumbrados a que todo se haga a su modo y que
se justifican con argumentos pueriles como que les
gustan las cosas “bien hechas”, o que defienden la
moral y las buenas costumbres, o que es un asunto de
religión, o que defienden la autoridad del mayor, etc.; y
que se aprovechan de la bondad de su familia para ser
una eterna espina clavada o una constante piedra en el
zapato de todos los que les rodean…
No todas las parejas son parejas…
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