Javier Contreras
Cuando tú viniste, se llenó de magia mi vida; Por dónde
tú pasabas, ibas derramando una presencia de flores que
todo lo llenaba, que todo lo iluminaba. Hubiera querido que
ese momento fuera eterno, que nunca te marcharas, que te
quedaras conmigo, que tu presencia siquiera endulzando mi
existencia por siempre.
Cuando ya te ibas, mi corazón te gritaba que te quedaras,
pero no lo escuchabas; y entonces él estiraba sus manitas
y te quería atrapar para que no te fueras, pero seguías
avanzando y te ibas marchando y entonces mi corazón le
exigía a mi lengua que te gritara que te amaba, que te gritara
bien fuerte para que todo el mundo escuchara mi voz; pero
mi mente le ponía cadenas a mi lengua y le impedía hablar:
le daba argumentos estúpidos como costumbres sociales,
modos adecuados de comportamiento y cosas a cual más
de tontas; y luego que te habías marchado, mi corazón
seguía tamborileando, diciéndome que te buscara y que te
buscara; y como no le hacía caso, él hacía que mis dedos
se movieron solos y cuando yo quería escribir cosas de mi
trabajo, mis dedos a escondidas escribían una y mil veces
que te amaba, y que te amaba y que te amaba. ¡Caramba!
Tenía que borrar y borrar y borrar y volver a corregir y cuando
me ponía a escribir lo que debía, mis dedos de nuevo, contra
mi voluntad, a escondidas, escribían y repetían tu nombre:
Sandy, Sandy, Sandy.
Te fuiste, pero dejaste lleno de tu luz el derredor; y para
donde volteo, veo todo iluminado por tu recuerdo, como si se
hubiera quedado una parte de ti prendida en todas partes: en
la tasa en la que tomaste café y en la silla en que te sentaste
o la puerta por donde pasaste. Te marchaste, pero se quedó
mi vida toda llena de tu luz y de tu aroma… y mi existencia
se pintó de mil colores.
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