Por Blanca De la Torre
BlancaJaneth2018@hotmail.com
Me di por vencido, llegué a creer
que las manecillas del reloj se dilataban
más de lo normal, sin pensarlo caí en
sueño, amaneció y francamente creo
haber estado dormido 1 hora, me
levanté malhumorado y con ganas de
un café y mi madre bien lo dice “El café
por la mañana es tan necesario como
el aire para respirar”. Encaminé mis
pasos hacia las calles de Roma y logré
ver un comercio que parecía una linda
idea. Estaba la opción sentarme dentro
del lugar o había un montón de mesas
prácticas y pequeñas en la parte de
la acera así que lo más sensato para
mí fue sentarme afuera, lo que para
muchos el meditar significa encerrarse
horas, solitarios y en silencio, para mí
en algunas ocasiones era distinto; Esto
se debía a que el aislamiento ya no
me servía para calmar los desórdenes
mentales así que practiqué hace años
por acto de supervivencia el arte de
meditar en medio del ruido, en medio de
la prisa de las personas, dentro de un
mundo en el que pasaba desapercibida
tu posible existencia y todo esto se
debía a que cada uno estaba en una
dimensión del tiempo distinta bien lo
dijo Einstein “El tiempo es relativo”.
Eran las 10 am de un martes en Roma,
Italia. Un café negro en mano y nada de
azúcar, los autobuses transitando por la
ciudad, el tráfico, marionetas en todas
partes, en esta ocasión el tiempo es el
protagonista de mi historia. Mientras
me otorgaba el segundo sorbo del café
cerré los ojos para prefigurar el sutil
sabor de un elixir al paladar cuando fue
interrumpida mi divina concentración
por la voz hipnótica de una mujer. Abrí
los ojos inmediatamente puesto que
quería ver qué ser tan extraño venía
acompañado de una voz tan hermosa, y
cómo había logrado tal acontecimiento.
Era una mujer cálida, cabello ondulado,
castaño oscuro, tez blanca, pómulos
altos y rosados, sus labios tenían una
ligera elevación en las comisuras, en
su rostro se percibía un aire de rudeza
o seriedad, pero en sus ojos había una
beta de ternura, tristeza y soledad, se
percibía la nobleza con la que trataba
a los trabajadores de aquél pequeño
café, claramente había desviado
toda mi atención a ella. La estudiaba
con cautela, cada movimiento, cada
mirada, la manera en que respiraba, la
tranquilidad con que sostenía ese libro
en un café de las calles de Roma y su
gesto de refugiarse en él mientras el
mundo seguía en lo suyo, su manía de
echarse el cabello atrás del oído mientras
frunce el ceño para entender lo que
acaba de leer, su torpeza irremediable
de cada movimiento, la forma en que
acomodaba su pierna arriba de la otra
deslizándola lentamente hasta quedar
de nuevo en el suelo, cada pliegue
de su piel me parecía el refugio más
deseable, cada poro me trasladaba a
los cráteres de la luna, me parecía ver
la vibración de cada célula, expuesta
ante un puñado de gente bestial con
pensamientos tan comunes que todos
pasaban inadvertidos, alguno que otro
cruzaba con su imagen y devolvía la
mirada a su camino y seguía, ¿Cómo es
que no se percataban de la existencia de
ese ser? Yo la miraba como si estuviera
sentado frente al mar y lo observará
infinitamente con toda la calma que
me es posible o como si esperara ver
las respuestas a todos los porqués
ininteligibles y su misterio totalmente
inédito, era como estar dentro de un
museo frente a una pintura, sólo yo,
la pintura postrada en una sala donde
estaba el recuadro frente a una pared
lisa y de color perla, bajo una lámpara
de la cual emergía una luz tenue y
hecha a la perfección para darle el
verdadero valor merecido a una obra
de arte, estudiabas cada línea trazada
en él, cada tonalidad, cada detalle, lo
más mínimo en él la hacía especial;
observarla era la estrategia perfecta
para volverme loco, pensé entonces
en la fortaleza que me daba el hogar
francés y todo lo que había pasado
para poder estar aquí, lo que para
todo el mundo quizá era una mañana
cualquiera en la cual habría que lidiar
quizá con la impaciente incomprensión
de un alma infeliz y llena de miedo, para
mí se había convertido en el Santo Grial,
un martes común, entonces comencé a
pensar en todo lo que tuvo que haberse
desatado para poder estar postrado
en ese preciso momento, ese día, esa
hora, esa calle, el tiempo. Mientras
planeaba estratégicamente la manera
de acercarme a ella comenzaron las
dudas en mi cabeza, porque en estos
casos uno siempre se trata de tonto y
traiciona la seguridad que porta como
abrigo, sin embargo había algo que
me atraía magnéticamente a ella y mis
pies se movían involuntariamente a
donde realmente deseaba estar así que
pensé contrariamente en un futuro si
no hacía lo que tenía que hacer en ese
momento, en un tiempo no muy lejano
asistiría en un apartamento aislado
con pocas municiones en la nevera, un
sillón declinable y cientos de hojas con
tinta regada echas bola tiradas en la
alfombra, preservativos de mujeres que
no reconocería si las tuviese en frente,
alguna botella de vino a medias, y la
soledad de fiel acompañante, quizá una
vecina llamada Dominique rondando
los 70 años preguntando todos los
días al punto de las 7 si había tenido
un bien día, una vecina que me tendría
una lástima notoria al darse cuenta
cómo vivía, no podría soportarlo…
así que mantuve la cordura, o lo poco
que reconocía de ella, me acerqué
buscando una mesa cerca de la suya,
es difícil de explicar pero alguien aquí
tiene que ser en la vida el contradictor,
y sólo estaba yo. Me acerqué a punto
de retroceder pensando que había
sido una de las peores ideas que había
tenido, de pronto escuché una voz…
¡Era ella!
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