Por Oscar Flores Padilla
2º.semestre de Lic. en
Contaduría Pública
Cañadas de Obregón es un lugar
escondido, apacible, de vida tranquila,
sin mayores sobresaltos. La mayoría
de sus habitantes se dedican a los
menesteres propios del campo; otros
son comerciantes o trabajan por su
cuenta en oficios como el herrero, el
carpintero o el albañil. Además, asisten
con regularidad a la parroquia y cumplen
a tiempo con los diezmos. Se recogen
en sus hogares apenas obscurece,
porque a diferencia de las grandes
ciudades, buena parte del pueblo,
carece aún del alumbrado público.
Sin embargo esta tranquilidad
se ve alterada de tiempo en tiempo,
cuando alguien, por alguna poderosa
razón no logra regresar antes de caer
la noche, ya sea porque tal vez un
animal escapó, agarró monte y es deber
no dejarlo que ocasione daños a los
sembradíos, o que se aleje tanto y se
pierda para siempre.
Una noche de luz de luna, o
de algunos nubarrones que por
momentos ennegrecen el firmamento,
como muchas otras que, permiten
ver las cosas con cierta claridad, los
habitantes de Cañadas se disponían
a descansar, pero no libres de toda
preocupación, como en otras
ocasiones, porque el vaquero de don
Andrés, no había regresado del campo y
ya las campanas del reloj de la parroquia
indicaban las diez de la noche.
En ese momento el galope de
caballo y un grito que duró una
eternidad, hizo añicos al silencio. Las
madres estrecharon a sus hijos pequeños
y se refugiaron en los rincones de sus
alcobas. Los hombres por su parte,
salieron a hacerle frente a aquel extraño
acontecimiento, no sin antes echarle
llave a las puertas. La calle entonces
se llenó de luz de mecheros que iban de
un lado a otro en pleno desconcierto.
Por fin, encontraron al causante de
todo aquel alboroto. Estaba frente a la
casa parroquial y parecía enloquecido,
golpeaba la endeble puerta con tal
insistencia que ésta casi se derrumba.
El comisario llegó hasta él, en
compañía de un puñado personas
con antorchas en mano, le pidió que
se calmara, que le explicara la razón
de todo aquel alboroto. Alguno de
los allí presentes le dio una botella de
aguardiente que el vaquero bebió con
impetu. El hombre tomó unos instantes
en recobrar la cordura y explicó lo que
le sucedió:
— Me topé con la mujer, en la
cañada zanjón (1) de la zancona (2).
Yo andaba buscando unas vacas
extraviadas, me ayudaba con la luz
de la luna y fue así como las encontré;
las arreaba de regreso al rancho, cuando
de la nada apareció la mujer, se apostó
frente al caballo y por
más que quería pasar,
no se quitó de allí.
Era una mujer alta,
vestida de negro, su
cara no era normal;
era larga, tan larga
que me pareció la de
una bestia. Las nubes
taparon la luna, el
miedo me engarrotó
y no podía mover ni
un dedo, lo único que se me ocurrió fue
encomendarme a todos los santos.
Los señores del pueblo se
propusieron encontrar una respuesta a
aquella aparición que causaba temor en
la gente, en especial a las mujeres. Así
que una tarde, partieron varios de ellos
a la zanja de la zancona para quitarse
de dudas. Prendieron una fogata
en el fondo de la cañada y esperaron
impacientes. Algunos de ellos, los
incrédulos, no estaban conformes en
creer que fuera cosa del más allá, sino
alguien que quería hacerles pasar un
mal rato.
Cuál fue su sorpresa que, la mujer
que había descrito el vaquero, pasó no
lejos de donde ellos estaban, la vieron
gracias a la luz de la fogata. Los nervios
les ganaron y se quedaron impávidos
ante aquella visión. Y no era para menos,
sin razón alguna, el fuego se avivó de
manera extraña y sin motivo aparente.
Temerosos, fueron a encarar aquella
criatura que estaba parada no lejos de
ellos. Se aproximaron tanto como su
valor les permitió, ella habló:
— Soy un alma en pena, aquí en este
lugar maté a mi hijo recién nacido, un
hijo producto de amor con un hombre
que me traicionó. Déjenme en paz,
estoy pagando un pecado que no tiene
perdón, ni en el cielo, ni en la tierra.
Los hombres comprendieron su
imprudencia y se marcharon a sus
casas.
(1). Cauce o zanja grande y
profunda por donde corre el agua.
(2). Patilarga
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