“Cuando Iturbide fue fusilado, Padilla
murió con él”. Te contamos sobre este
destino en Tamaulipas. ¿Lo conoces?
El carácter de un pueblo, las anécdotas
de sus calles, sus casas y sus habitantes se
han ido para jamás volver. Sin embargo, a
varios kilómetros de Padilla, donde perdió
la vida el primer emperador de México, o
donde habita la sombra de la muerte de un
caudillo.
Por Paulo Jiménez
“Cuando Iturbide fue fusilado, Padilla
murió con él. El destino estaba escrito como
una maldición que se cumplió”, nos dice don
Eulalio, un hombre viejo que recuerda su
ciudad natal con suma nostalgia.
“La gente vivía feliz, pero el fantasma
de un asesinato nunca la dejó descansar.
Y luego nos cambiaron a Nuevo Padilla.
Sí, casas nuevas, escuelas, calles bonitas
y hasta una iglesia ansina de chaparrita,
pero mucha gente no se acostumbró y mejor
prefirió irse a otra parte; nomás los más
viejos nos quedamos en el nuevo pueblo,
pos ya no tenía caso irnos a otra parte. Pero
la vida ya no es la mesma. Nuestro pueblo
se acabó…”.
Concluye con un tono de resignación.
Presa Vicente Guerrero: Donde estuvo
Padilla se encuentra, desde 1971, la presa
Vicente Guerrero, lugar vacacional y de
pesca recreativa. Por un lado se ven las
contadas ruinas de lo que fuera el centro de
Padilla: Iglesia, Escuela, Plaza, unas pocas
paredes y el quebrado puente que conducía
a la hacienda de Dolores
Más allá se abrieron algunos centros,
pero que a poco fueron decayendo. Acaso
el último hito de revivir un pueblo que murió
fueron algunos centros sociales, como el
Centro Recreativo Tolchic; pero el futuro luce
sombrío, ya que restablecer la actividad, el
movimiento, es una tarea casi imposible.
Un recorrido entre ruinas por Padilla, a
la sombra de un caudillo.Más impresionante
que esos modernos edificios en vías de
convertirse en ruinas es caminar por lo
que imaginamos fueron las calles, ahora
tapizadas de maleza. Entrar a la iglesia, que
estuvo dedicada a San Antonio de Padua,
y a la escuela o pararse en el centro de la
plaza imprime un sentimiento indescriptible;
como si algo pugnara por salir, mas no
encuentra el modo de hacerlo.
Es como si el espíritu del pueblo buscara
un punto de referencia que ya no existe.
Adentro del templo no se observa ningún
recuerdo o epitafio de la tumba de Agustín I; es de pensarse que fue trasladada a
otra parte. Afuera de la escuela hay una
placa conmemorativa reciente (7 de julio de
1999), cuando se festejó el 175 aniversario
de la creación del estado de Tamaulipas.
A la sazón, y previo a la presencia del
gobernador, se limpió toda la zona y los
ladrillos y sillares de las ruinosas paredes y
techos fueron llevados a sitios alejados de
los ojos de cualquier visitante.
Lo que queda en Padilla, Las preguntas
sobre la alegría de los días que se fueron
Entrando en interrogaciones,
quisiéramos saber: ¿dónde quedó el
quiosco en el que la banda solía alegrar
a la concurrencia? ¿Dónde quedaron las
campanas, que resonando en cada rincón
de la ciudad puntuales llamaban a misa?
Y ¿a dónde se fueron los días aquellos,
cuando los niños corriendo y gritando salían
felices de la escuela?
Ya no se ve el mercado ni el ajetreo diario
de los marchantes. Los trazos de las calles
se han borrado y no podemos imaginar por
dónde transitaban los carruajes y caballos
primero, y los pocos automóviles después. Y
las casas, ¿dónde estaban todas ellas?
Y desde la plaza, al ver hacia el sur
los montones de escombro, surge la duda
de dónde se ubicaba el palacio y cómo
habría sido; seguramente el mismo palacio
donde se dictó la última orden para fusilar al
emperador.
También nos preguntamos en dónde
habrá quedado el monumento erigido en el
preciso lugar donde Iturbide cayó muerto,
el cual, de acuerdo a las crónicas, aún
permanecía enhiesto antes de la inundación
de los años setenta.
paisaje inundado de donde fusilaron al
primer emperador de México
Nada quedó, ni el camposanto siquiera.
Ahora la hierba es tan alta que se ha vuelto
imposible caminar en algunas partes. Todo
es silencio, salvo el correr del viento que al
mover las ramas las hace rechinar. Cuando
el cielo está nublado, el escenario se torna
aún más sombrío.
La escuela, al igual que la iglesia,
muestra en sus paredes los trazos del nivel
alcanzado por el agua cuando la presa tuvo
sus mejores días. Pero las escasas lluvias
en estos años sólo han dejado un páramo.
A lo lejos se encuentra lo que fue el puente,
ahora destrozado, y el espejo lacustre a su
alrededor.
Al cabo de un buen rato de silencio
pasa alguien en su lancha y nuestras
cavilaciones se ven interrumpidas. Junto al
puente también nos topamos con un grupo
de amigos disfrutando de unos buenos
pescados a las brasas. Luego miramos de
nuevo el paisaje y todo parece seguir igual,
estático, pero se antoja distinto.
Es como si de un momento a otro
cambiáramos de realidades: primero lo
lúgubre, lo palpable, después recrear
episodios que, aunque no vivimos, sentimos
que sucedieron y, finalmente, estar en el
presente, junto a las aguas de una presa,
entre el matorral, como pescadores o
aventureros ajenos a la historia de esos
lares.
Así es Padilla, la ciudad que dejó de ser,
la ciudad que fue sacrificada por el progreso.
Mientras caminamos de regreso, nos
acompañan las palabras del viejo: “Cuando
Iturbide fue fusilado, Padilla murió con él.
Se cumplió la maldición…” Sin duda, tiene
razón.
Padilla, pueblo que como estrella fugaz
en el límpido suelo tamaulipeco, tiene su
orto y ocaso después de cumplir su misión
histórica, convierte su tumba en puerta
gigantesca que se abre al signo del progreso.
No son éstas palabras proféticas; más
bien se trata de una cita a guisa de verso
que no parece tener significado alguno para
quienes desconocen la historia de Padilla,
o para los que jamás han pisado la yerma
tierra de un pueblo otrora glorioso.
Corre el año de 1824, día 19 de julio.
Los vecinos de Padilla, ciudad capital del
ahora estado de Tamaulipas, se preparan
para dar el último recibimiento a Agustín
de Iturbide, expresidente y emperador de
México, en su retorno del exilio. La comitiva
ha llegado proveniente de Soto la Marina.
El célebre personaje, quien consumó la
Independencia de México y a la postre fue
tomado como traidor a la patria, es conducido
al cuartel de la compañía volante del Nuevo
Santander, donde ofrece su último discurso.
“A ver, muchachos… daré al mundo la
última vista”, dice con firmeza. Y mientras
besa un Cristo, cae exánime entre un olor a
pólvora. Son las 6 de la tarde. Sin suntuoso
funeral, el general es sepultado en la vieja
iglesia sin tejado. Así concluye un capítulo
más de la escabrosa historia imperial de
México. Un nuevo capítulo de la historia de
Padilla se abre
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