Por: Miguel Ángel Quintana Salazar
La palabra autoengaño hace referencia a los fenómenos
relacionados con mentirse a uno mismo. Se trata de una
de las grandes trampas de la mente. El autoengaño se
da en aquellas situaciones en las que nos convencemos
a nosotros mismos de una realidad que es falsa, pero lo
hacemos de manera inconsciente.
Exploremos los mecanismos de nuestra mente que se
solapan con la vida social. Este mismo principio se repite
en cada nivel sucesivo de organización de la conducta; en
los mecanismos de nuestra mente, en la configuración de
nuestro carácter, en la vida grupal y en la sociedad.
En cada uno de estos dominios, la variedad del
“sufrimiento” que es capaz de bloquear la conciencia
va sutilizándose progresivamente, desde la tensión y
la ansiedad hasta los secretos dolorosos y los hechos
embarazosos o amenazadores para la vida social.
La tesis gira en torno a estas premisas:
La mente puede protegerse de la ansiedad disminuyendo
la conciencia.
Este mecanismo origina un punto ciego, una zona
en que somos proclives a bloquear nuestra atención y
autoengañarnos.
Hay una peculiar paradoja implícita al hecho de tener que
enfrentarse a esas modalidades de no ver, a esos “nudos”,
por decirlo en términos de R.D. Laining:
El rango de lo que pensamos y hacemos
Está limitado por aquello que no advertimos.
Y debido precisamente a que no advertimos aquello que
no advertimos,
Hay muy pocos que podemos hacer
Para cambiar esto,
A menos que advirtamos
El modo en que nuestro fracaso en advertir
Determina nuestras acciones y
Nuestros pensamientos
Digamos que, aunque normalmente no lo concibamos
así, e dolor es un sentido más -como la vista o el oído-,
un sentido que posee sus propias terminaciones nerviosas
y circuitos neuronales (como también sucede, dicho sea
de paso, son otro sentido habitualmente soslayado, el del
equilibrio).
En consecuencia, al igual que ocurre con el resto de los
sentidos, nuestra experiencia psicológica del dolor depende
de muchas variables que la mera magnitud del impulso
nervioso.
El cerebro dispone de la capacidad de matizar
nuestra percepción del dolor.
Hablar del dolor y del sufrimiento es fácil (en general,
hablar de cualquier cosa lo es).
Pero el padecer cualquiera
de los dos constituye la experiencia más difícil que tiene
que soportar un ser humano. La dificultad se agrava por el
hecho de que, pese a padecer dolores desde que nacemos,
siempre que volvemos a sentirlo es como la primera vez: no
entendemos por qué, nos asustamos, de nada nos sirven
las experiencias anteriores y lo único que deseamos de la
vida es volver al estado previo a él.
Dolor y sufrimiento se usan como sinónimos, pero
suele hacerse una distinción que parece acertada. Por un
lado, el dolor haría referencia a lo orgánico, lo corporal, y
constituiría algo común a todos los seres vivientes, mientras
que el sufrimiento haría referencia a una instancia de tipo
psicológico, y remitiría sólo a lo humano.
El sufrimiento
puede tener origen en el dolor físico, pero evoca aspectos
más profundos de la persona.
Todos hemos sentido a ambos en mayor o menor medida.
Y todos queremos evitarlos. Tenemos claro que la básica
definición de Mill sobre la felicidad como placer, entendido
como ausencia de dolor, no es condición suficiente, pero
sí necesaria.
Epicuro dijo que el placer es principio y fin
de la vida feliz. Placer para él es no experimentar dolor en
el cuerpo ni desasosiego en el alma. Cuando nos
duele el cuerpo o sufre nuestra alma o «psiquis», no
podemos ser felices.
Sin embargo, son situaciones que no podemos
evitar, y están en nuestras vidas, lo queramos o no.
¿Tienen el dolor y el sufrimiento algún sentido?
Nos enseñaron a aceptar que los hechos son
los hechos, y que darle un sentido subjetivo a los
mismos es tergiversarlos.
Pero, por un lado, nada
más subjetivo que el dolor: ¿cómo dar pruebas de
mi dolor si mi interlocutor no me cree?,¿cómo saber
que el otro siente dolor sin haberlo yo sentido antes?,
¿cómo «medir» la magnitud del dolor de otro de otra otro de otra forma que no sea preguntándole? En fin,
¿cómo veo, palpo, huelo, gusto o escucho el dolor? El
dolor no es un hecho, pero está ahí, a continuación de
ciertos hechos.
Por otro lado, es innegable que el mundo humano
es el mundo del «sentido». Hasta las ciencias no son
otra cosa que un mero darle «sentido» a los hechos,
un sentido consensuado y aceptado por la comunidad
científica. Pareciera que lo que carece de sentido es, de
algún modo, irracional.
La razón nos ordena buscar el origen y la dirección
de todo.
Puedo preguntar por las causas de mi dolor,
por qué me afecta tanto, cómo hacer para aliviarlo. Pero
si pregunto «¿por qué a mí y para qué?», estoy yendo
más allá, estoy preguntando por el sentido profundo de
aquello que me sucede. ¿Por qué y para qué?
Nietzsche tiene una frase, una de las más populares,
que dice en su versión más difundida: «lo que no nos
mata, nos fortalece». Más allá de las interpretaciones
vitalistas, podemos rescatar de esta frase un profundo
sentido al dolor y al sufrimiento. ¿Para qué sufrir? Para
fortalecernos.
Se dice que el hombre crece y madura en el
sufrimiento, que el dolor lo templa y lo enriquece. Pero, ¿nos
es dado a todos enriquecernos cuando sufrimos?
La diferencia entre mentira y autoengaño se encuentra
en que, en la mentira, la persona es consciente de que no
está diciendo la verdad. Mientras que en el autoengaño
se acepta como verdad una realidad que es falsa sin ser
consciente de ello.
Dicho de otro modo, quien se autoengaña no se da
cuenta de que lo está haciendo, o al menos no se da cuenta
siempre, y ahí precisamente radica el poder del autoengaño.
Mientras no nos damos cuenta, el autoegaño despliega su
poder; a su manera, que podríamos calificar como silenciosa
y camaleónica.
El autoengaño funcional se observa en situaciones en
la que la persona se miente buscando convencerse de
que su decisión es la correcta.
El ejemplo más conocido
de autoengaño funcional lo encontramos en la fábula de la
zorra y las uvas.
En esta fábula, la zorra caracterizada por su astucia, se
siente atraída por un suculento racimo de uvas y trata de
alcanzarlo saltando repetidas veces.
Tras unos cuantos intentos fallidos, la zorra deja de
intentarlo y enfrenta su frustración autoengañandose. Así,
se convence de que ya no quiere las uvas pensando en que
no estaban suficientemente maduras.
Al autoengaño descrito en la fábula de la zorra y las uvas
se le llama autoengaño funcional. Éste tiene una función
muy clara (y de ahí su nombre): a la zorra el acto de mentirse
a sí misma le resulta útil para evitar el malestar que deriva
del fracaso de no haber satisfecho su necesidad de alcanzar
las uvas.
El autoengaño funcional a corto plazo es adaptativo,
pero a largo plazo no es positivo ni beneficioso.
El efecto
psicológico produce se consigue porque la persona decide
transformar una verdad (no ser capaz de alcanzar una meta)
en una mentira que la tranquiliza (la meta no vale la pena).
De este modo, la persona que utiliza el autoengaño
funcional no se desafía a sí misma y se mantiene dentro
de su zona de confort de manera constante.
Porque en
lugar de prepararse para adquirir las habilidades necesarias
para alcanzar la meta que desea, continúa mintiéndose a
sí misma pensando que aquello que deseaba ya no es tan
valioso o que no merece la pena el esfuerzo que demanda
su logro.
Nietzsche tiene una frase, una de las más populares,
que dice en su versión más difundida: «lo que no nos mata,
nos fortalece».
Más allá de las interpretaciones vitalistas, podemos
rescatar de esta frase un profundo sentido al dolor y al
sufrimiento. ¿Para qué sufrir? Para fortalecernos. Se dice
que el hombre crece y madura en el sufrimiento, que el
dolor lo templa y lo enriquece. Pero, ¿nos es dado a todos
enriquecernos cuando sufrimos?
Imagino que hay diferentes maneras de enfrentar el dolor.
La más común es querer huir del mismo, alejarlo, eliminarlo.
Tomaremos analgésicos, calmantes; nos evadiremos en
una agitada vida laboral, social, el alcohol o las drogas; nos
anestesiaremos física y psicológicamente.
Pero cuando esto no sea suficiente, cuando no haya
modo de escapar de él, ¿qué haremos además de
desesperarnos y sentirnos los seres más miserables del
planeta? ¿Podremos encontrar otra forma en la que no nos
duela tanto lo que nos duele? Y si encontramos esa forma,
¿importará que nos digan que no hay manera de saber si es
verdadera?
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