Hace 40 años compartieron besos furtivos en la playa
o en la casa del pueblo; la vida los ha vuelto a reunir.
Aunque sorprendidos, están encantados
Iván (51) e Inés (52) nos cuentan su historia. También
Iñaki (53) y Esther (51)
Probablemente no fue el mejor, sin duda tampoco
el que más duró, pero algo tiene el primer amor que
hace que lo guardemos envuelto en terciopelo, como
una joya valiosa, en un lugar preferente de la memoria.
Surcábamos la adolescencia, época que evocamos
siempre con cariño e indulgencia. “Los recuerdos
de cuando teníamos entre 15 y 26 años son más y
tienden a ser más positivos”, ha explicado el psicólogo
estadounidense Jefferson Singer a The Washington Post.
“Esto se debe a que experimentamos muchas ‘primeras
veces’ durante este periodo, pero también porque,
después, tenemos más oportunidades de ensayarlas y
reproducirlas, repensarlas, volver a imaginarlas y volver
a experimentarlas”. En cierto modo, idealizamos todo
lo que rodea aquellos días en que éramos jóvenes,
cándidos, puros e inexpertos; y el primer amor forma
parte de ese paisaje.
Muchos de estos amores adolescentes florecieron en
verano, entre baños de playa o paseos en bici por el
pueblo. La ruptura con la rutina, al ambiente perezoso
y relajado, el calor, la poca ropa, la menor vigilancia de
los padres, propiciaron nuevas sensaciones —el deseo,
la tristeza en la despedida— y experiencias —besos
urgentes y a hurtadillas— imposibles de olvidar. No es
que las tengamos presentes en nuestro día a día, claro;
pero basta una chispa, un dato que nos transporte al
pasado o una sutil coincidencia para que nos acordemos
de él o ella. A veces no es solo una chispa; es una
llamarada. Como cuando se produce el reencuentro.
Un reencuentro pasados casi 40 años
Iván (51) pasó algunos veranos de su infancia (entre
los 12 y 15 años) en un pueblo de la sierra madrileña,
donde unos primos suyos poseían una casa. Sus padres
alquilaban un chalé cercano, rústico y con amplio y
descuidado jardín, contiguo asemanas, algo más. “Me gustaba Inés, la pequeña”, rememora. “Me
parecía guapísima; por primera vez me fijaba en la
belleza de una chica. Era algo muy casto, muy de niños;
ni siquiera nos besamos. La que me besó, eso sí, fue la
hermana mayor; quizá estaba en una fase más avanzada
y quería experimentar. Lo recuerdo perfectamente:
estábamos en su jardín una noche, y me preguntó si me
gustaba su hermana. Le dije que sí, y entonces ella me
besó”. Al término del verano, Iván e Inés se dijeron adiós
sin dramas; en realidad no había habido nada a lo que
poner punto final.
Divorciado hace dos años, Iván fue invitado por
uno de sus primos a pasar unos días en la casa que
estos aún conservan en dicha localidad. Una noche, el
anfitrión organizó una cena para un grupo de amigos de
la sierra…, y de repente, la cara de una de las asistentes
le pareció a Iván tremendamente familiar.
“Era Inés. No la reconocí enseguida, ni ella a mí.
Teníamos la sensación de que nos habíamos visto
antes, pero no sabíamos de qué. ¡Habían pasado casi
40 años!”, explica Iván. Al parecer, la joven Inés había
seguido veraneando allí muchos años más y había
terminado formando parte de la pandilla de los primos
de Iván, grupo que seguía manteniendo el contacto.
“Quizá porque nos unía un hilo inexplicable, nos pusimos
a hablar. Al cabo de un rato, caí en la cuenta. Le dije:
‘Ya sé de qué te conozco. Tú veraneabas en una de
las casas que hay al final de la calle. Un año yo ocupé
la de al lado. Tienes una hermana mayor que llevaba
gafas entonces’. Ella lo confirmó, y nos invadió una gran
alegría”.
Inés también se había divorciado, y aunque no otras tres o cuatro
edificaciones idénticas. Las últimas vacaciones, una
familia con dos hijas de su edad se alojó en la casa de
al lado. De forma natural, el niño, hijo único, y las niñas
empezaron a compartir juegos, charlas, meriendas
y sesiones de tele por las tardes. Y al cabo de unas conocían nada el uno del otro —ni de su vida, sus
costumbres, sus gustos, su carácter— iniciaron una
relación que dura hasta hoy. “Estamos muy bien. Siento
que conozco a mi pareja de toda la vida. Hay algo como
acogedor y entrañable en todo esto”, calibra Iván. “Ella
me dijo que también guardaba un recuerdo muy bonito de
aquel primer verano. Poco a poco he ido descubriendo a
la mujer en que se ha convertido aquella niña preciosa,
y estoy encantado. Lo que no le he revelado, porque me
parece innecesario, ¡es que su hermana me besó!”.
Los romances juveniles, destinados al éxito
Algunas de estos amoríos adolescentes tienen más
enjundia de lo que cabría pensar y los reencuentros
pueden deparar muchas alegrías. Un estudio realizado
por investigadores de la Universidad Pública de California
(EEUU) halló que las personas que han reavivado
romances juveniles tienen un 76% de posibilidades de
permanecer juntas, en comparación con un 40% de
posibilidades de éxito en el resto de la población. Las
parejas atribuyeron su prosperidad sentimental al hecho
de haber vuelto a encontrar a las que consideraban sus
almas gemelas y a una mayor madurez.
“Si ninguno de los dos se ha casado a los 30, nos
casamos”
La historia de Iñaki (53) no difiere mucho de la de
Iván; solo se distingue en que nunca dejó de ver a
Esther con regularidad. “Todos los veranos pasábamos
unos días en el pueblo de nuestros respectivos padres.
Nos conocemos desde que teníamos tres o cuatro
años”, recuerda él. A medida que crecían, pasaron de
perseguir lagartijas a intercambiar besos al anochecer.
“Una vez le dije: ‘Si ninguno de los dos se ha casado
al cumplir los 30, nos casaremos”. No hubo ocasión de
materializar la propuesta: al entrar en la universidad,
ambos empezaron nuevas relaciones y más tarde se
casaron con otras personas y tuvieron hijos. Cuando
llegaba el verano, coincidían en el pueblo, pero las
antiguas correrías románticas ya solo eran un borroso
recuerdo del pasado.
Esther se divorció hace cinco años, y cuando Iñaki
pasó por el mismo trance años después, de forma natural
renació el interés mutuo. Mientras probablemente sus
hijos recreaban sus antiguas andanzas el caer el sol,
ellos se iban a cenar o a pasear junto al río, conversando
hasta altas horas de la noche. “De pronto, nos volvimos
inseparables”, dice Iñaki.
“Fue como revivir aquel amor
de verano”.
“Nunca pensé que volviera a mi vida”
“Nunca esperé que Esther volviera a mi vida y que
aquellos devaneos adolescentes pudieran reproducirse
mucho tiempo después”, asegura Iñaki. “En un momento
complicado para mí, fue como atracar en un puerto
conocido”. Al término de las vacaciones decidieron
seguir viéndose.
“El reencuentro fue tan especial, nos entendimos tan
bien, que simplemente nos parecía un crimen dejarlo
morir ahí… Decidimos probar si aquel enamoramiento
sobrevivía en otoño, entre nuestras ocupaciones y
obligaciones diarias, y resultó que sí. Te da que pensar:
si fue bonito hace 40 años y es bonito ahora, ¿quizá
debimos estar siempre juntos? Nunca lo sabremos,
pero la vida nos llevó por caminos distintos y gracias
a eso tenemos unos hijos maravillosos y una madurez
que nos hace apreciar en toda su complejidad lo que
tenemos ahora"
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